El sonido de los grillos aumentaba su volumen mientras las estrellas en el cielo oscuro se movían imperceptiblemente. En la luz tenue de la camioneta, eran los ojos verdes de Thomas, abiertos de par en par, enrojecidos, los que sin esfuerzo iluminaban todo mi cuerpo. El silencio entre nosotros sonaba más fuerte que nunca. Deseaba con todas mis fuerzas dar un salto dentro de su cabeza, ver lo que él estaba viendo, ¿acaso me veía como una prostituta, como todos en el pueblo a mis 15 años? ¿O me veía con la pena de aquel que encuentra un perro herido en la autopista y se lo lleva a su casa para curarlo? ¿O simplemente, con una mezcla de asco y decepción? Quería gritarle que hablara, que me dijera todo eso que estaba pasando en su mente, pero que seguramente temía decir. Y estuve a punto de hacerlo, pero como siempre, él estaba un paso más adelante de mí. Sus manos apretaron con fuerza las mías y sus ojos comenzaron a soltar las lágrimas que habían estado reteniendo. Tomó aire profundo, como aquel que se prepara para lanzar una bomba llena de palabras, y yo me preparé para el impacto.
—Alice... yo... jamás creí que... pensé... Dios, eras tan pequeña... esos malditos... ¡Si tan solo hubiera algo que yo pudiera hacer para remediar todo el daño que te han hecho! Me arrepiento con cada parte de mi alma el no haberte conocido antes. Siempre te dije que te iba a esperar toda la vida si era necesario, y hoy lo reafirmo. Lucharé con todo lo que me queda para que por fin puedas irte a dormir en paz, y que aquellos que te arrebataron la felicidad obtengan su merecido. ¡Te amo Alice Crawford! Eres lo más preciado que existe en mi vida, incluso si no quieres, no dejaré que nada ni nadie te haga daño de aquí en adelante. Perdóname por haber llegado a tu vida tan tarde. Pero si me lo permites, puedo remendar los años perdidos prometiéndote que aquí me tienes, absolutamente entregado a ti, predispuesto a enfrentar cualquier cosa, juntos— exclamó con sus manos apretadas sobre las mías, las lágrimas caían por sus mejillas, pero a él parecía no importarle.
Supe entonces que sus palabras eran sinceras, mi corazón me lo gritaba con cada latido, ¡hazlo, Alice! Sentí como mis articulaciones se relajaban, la armadura de hierro que estaba bajo mi piel se desarmaba, y con el rugir del viento sobre la costa, me vi impulsada a su cuerpo, mis manos en su pecho sintieron la calidez que lo rodeaba, ¡CAMINO SEGURO! Decía mi corazón desde mi pecho. Pero yo necesitaba más pruebas. Busqué entonces sus hombros, con sus brazos extendidos pasaba las yemas de mis dedos sobre su piel descubierta, examinándolo, hasta que llegué a sus manos, grandes y suaves, las tomé con delicadeza y posé mis labios sobre ellas. Como todo acto simbólico, les estaba dando permiso para que me abracen, me acaricien y me expongan a sentir por primera vez el contacto físico con un hombre, consentido y deseado, que nunca había podido vivir.
Sus ojos me pedían permiso, sin embargo, yo ya le había abierto las puertas de mi alma hacía mucho tiempo. Temblorosos, cerramos la puerta del vehículo, para que la luna no sea testigo de nuestro amor, y dejamos que la noche se vuelva día sin darnos cuenta de ello. Con nuestros cuerpos entrelazados como enredaderas de jardín, florecimos al día siguiente hechos uno solo. Mi corazón, mi cuerpo y mi alma eran oficialmente suyos, y yo sabía que estaba en buenas manos.Tal vez te preguntes a esta altura, ¿acaso tiene sentido que te cuentes todo esto? Sinceramente, ya no lo sé, pero la psicóloga del hospital me dijo esta mañana que me veo más animada desde que comencé a escribirte mi historia en este viejo diario rojo. Y aunque esto no pueda evitar que mi enfermedad avance dentro mío cada vez más, algo en mi corazón se sana cada vez que recuerdo el calor del sol sobre mi piel, el olor a mar, la fresca brisa, mi pueblo, mis amigos, mi familia, y Thomas. Escribir su nombre me tomó varios intentos, sin embargo, eventualmente tuve el valor de hacerlo. Fue el recuerdo de esa noche cálida de junio lo que me dio el impulso final, su piel sobre la mía, las caricias escondidas bajo las mantas y su sonrisa iluminada por la luz de la luna, mi cuerpo se estremeció de solo pensarlo. Había sido la mejor experiencia de mi vida.
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Nuestros acantilados blancos
RomantikAlice Crawford, una sombría mujer de cincuenta años, le ha escondido un secreto a su hija Catherine toda su vida. La historia sobre quién era su padre. Agobiada por la prisa del tiempo que la persigue desde que contrajo una enfermedad terminal, deci...