CAPÍTULO 8

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¿Podría ser?

Mis ojos estaban clavados en mi anhelado paraguas, el cual aún tenía apretado entre mis manos. Perpleja, me dejé caer de la orilla de mi cama al suelo de mi habitación. No podía creer lo que estaba viendo. La última vez que había visto mi paraguas fue en aquel día de lluvia, después del juicio de mis padres, cuando, intentando escapar de la tempestuosa tormenta, terminé buscando refugio en el porche de la iglesia que quedaba cerca de mi casa y me encontré con quien entonces creí era un pobre indigente, sucio y lastimado. Mis prejuicios y mi ansiedad postraumática me habían llenado de pánico, y me llevaron a salir disparada de allí, sin percatarme que había dejado mi paraguas junto a sus pies.

En ese momento, un sentimiento de culpa me recorrió el cuerpo. Mi cabeza comenzó a dar vueltas preguntándome si tal vez había juzgado al libro por su portada antes de tiempo. Si bien podría haber un millón de razones por las cuales Thomas pudo haberse encontrado con mi paraguas, sentía que era una posibilidad demasiado forzada. Tal vez, en efecto, aquel indigente había sido uno de los muchos que solían pasar por la casa de Wendy en busca de comida y refugio, y tal vez lo había dejado allí. Hubiera querido convencerme de ello, pero sabía que estaba engañándome, todos los caminos llevaban al mismo lugar, solo había una única explicación coherente. Aquel indigente con el que me había encontrado en el porche de la iglesia era ni más ni menos que Thomas Cliff, el primer hombre al que había podido acercarme en años, y de quien ahora sentía que no sabía nada en absoluto.

Sacudí mi cabeza y me levanté del suelo. Dejé el paraguas en mi escritorio y me cambié para dormir. Sin embargo, miré el reloj, eran tan solo las nueve de la noche, y no tenía sueño en absoluto. Mi primer instinto fue correr al teléfono que teníamos en el pasillo de arriba. Salí de mi habitación y me acerqué silenciosamente a la puerta de mi madre, apoyé mi oreja izquierda sobre ella y pude escucharla roncar del otro lado. Sin dudarlo, me acerqué en puntillas al teléfono, lo tomé entre mis manos y caminé hasta mi habitación, confiando en que así evitaría despertar a Sonia, apoyé la puerta en el marco detrás de mí y marqué el número de la casa de Wendy, con esperanzas de que no sea aún muy tarde. Desesperada miraba a mi alrededor esperando que mi madre no se despertara de repente y saliera de su habitación. El teléfono sonaba, sonaba y no paraba de sonar, pero nadie atendía del otro lado. Un poco preocupada por despertar a todos los huéspedes de Wendy, decidí cortar. Nerviosa, abrí la puerta y atiné a devolver el teléfono a su sitio, pero luego de unos segundos de duda, me volteé abruptamente. Tenía que volver a intentar, no habría forma de que me volviera a dormir si no hablaba con Thomas antes. Tomé el teléfono otra vez entre mis manos, marqué de nuevo el número de la casa de Wendy y esperé. Esperé alrededor de 10 segundos, y justo antes de que me rindiera, alguien levantó el teléfono del otro lado y me contestó.

—¿Sí? — respondió una voz ronca, desgraciadamente, no la voz de Thomas, sino la del marido de Wendy, Quentin.

—Hola, buenas noches, señor Maxwell, soy Alice Crawford, me preguntaba si estaría Thomas allí— le pregunté algo avergonzada, hablando entre susurros para no levantar sospechas. Del otro lado hubo silencio. —¿Señor? — pregunté nuevamente, preocupada. Escuché que él respiraba detrás del teléfono, así que debía estar ahí, solo que no hablaba. Luego de unos segundos, unos demasiado largos, el anciano hombre respondió.

—Eeh sí, está leyéndole a los niños extranjeros, puedo decirle que la vuelva a llamar cuando termine— dijo él en un tono irritado. Me quedé pensando un segundo. Sería totalmente desafortunado que Thomas llamara a casa, mi madre iba a escuchar el teléfono sonar y si se enteraba de que él llamaba, podía llegar a matarme, así que rápidamente le contesté al señor Maxwell que le agradecía su cortesía pero que iba a ser mejor que habláramos el día siguiente. Él solo asintió y se despidió, sin darme tiempo a decir nada más.

Nuestros acantilados blancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora