Durante el invierno de 1971, Thomas había tomado la costumbre de hacer grandes ollas de guiso para repartir a las personas sin hogar. Todo había comenzado un día muy frío de febrero, los niños de acogida, quienes eran inmensamente mimados por él, habían despertado con un fuerte resfrío. Para hacerlos sentir mejor, él les prometió que les daría de comer el "guiso que tomaban los superhéroes" para que ellos también lo tomaran y se curaran del dolor. Entusiasmados, uno a uno esperaron el almuerzo con sus platos listos y una sonrisa en sus rostros. A pesar de que el resfrío les duró casi una semana, su ánimo cambió gracias a Thomas, quien nunca dejó de hacerlos sonreír con su comida. A partir de ese evento, su guiso se volvió costumbre en casa de Wendy. Todos los mediodías Thomas dejaba lo que estuviera haciendo para irse a casa a cocinar para las familias enteras, todos adoraban su guiso de papa y lentejas, les llenaba sus pancitas y les calentaba el cuerpo ante el tempestuoso frío. Inevitablemente, la voz empezó a correr, y de un día para el otro, diferentes personas empezaron a tocar la puerta de Wendy pidiendo por favor si podían llevarse un plato de guiso. A partir de ese momento, cada dos días ponía un puesto en el porche de la casa para repartir comida. La cola llegaba a ser tan larga, que había días en los que no lograba darle de comer a todos, así que fue a la alcaldía a pedir ayuda para alimentar a más personas. María Louise, la secretaria, le concedió una cita con el alcalde, quien, al enterarse de lo que Thomas había estado haciendo, por sí solo, se propuso ayudar. De pronto su acción se volvió en un acto municipal, comenzó a recibir dinero y apoyo de la alcaldía, y todos pudieron comer al final.
Así de generosa era el alma de Thomas Cliff. Desinteresado, humilde y buena persona. En ese tiempo, cuando lo miraba, mis ojos brillaban con el orgullo de alguien que sabe que está con la persona indicada.
Esa tarde de agosto, mientras viajábamos los últimos dos kilómetros antes de llegar a Londres, a pesar de que lo miraba con el mismo amor de siempre, aun así, mantenía mi escepticismo sobre lo que estaba sucediendo.
Hacía una hora Thomas me había dicho que me llevaría a conocer a una mujer llamada Addeliane, de la cual jamás había oído, quien vivía en una mansión y era madre de sus nuevos jefes. Todo aquello era demasiado raro para mí. Debo admitir que cuando había recibido la noticia de que ese día volvería a verlo, me había imaginado nuestro reencuentro de una manera completamente diferente. Una cita romántica, un paseo en la playa, un pícnic. No. No solo que no haríamos eso, sino que me estaba llevando a Londres a conocer a estas personas, además tenía el presentimiento de que no tendríamos otro momento a solas, los dos, en mucho tiempo. Y como siempre, mis suposiciones acaban siendo ciertas.
A pesar de mi decepción, intenté no hacerlo muy evidente, ya que odiaba arruinar nuestro reencuentro, aún más, con mi mala actitud. Respiré hondo y giré la mirada hacia él. Sin dudarlo, Thomas soltó la caja de cambios y tomó mi mano derecha, se la acercó a sus labios y depositó en ella un beso cálido. Entonces una parte de mi corazón supo que nada podía salir mal si sus ojos y los míos estaban atrapados en un trance momentáneo.
Hacía aproximadamente dos horas que habíamos salido.
Parpadeé.
—En menos de 15 minutos estaremos allí, princesa — me dijo aun sosteniendo mi mano cerca de su rostro. Sus ojos abandonaron los míos y se concentró nuevamente en la ruta. Mis ojos siguieron los suyos e inhalé profundamente. Faltaba poco.
En efecto, faltaba muy poco, pero aun así me quedé dormida en ese último tramo. Evidentemente, pensé después, el sueño llegó a mí en el momento que mis nervios hallaron la calma. Cuando abrí los ojos, el auto estaba estacionado en una calle adoquinada angosta, repleta de árboles altos, y Thomas había desaparecido de mi lado. De repente, oí como la puerta trasera del auto se cerró de un aventón. Me sacudí, asustada, y me acerqué a la puerta del conductor para espiar qué estaba pasando. Entonces, la figura de un hombre muy alto, robusto y moreno se posó frente a mis ojos. Me tiré de golpe hacia atrás ante la aparición del desconocido, él vestía las mismas ropas que Thomas, parecía un guardaespaldas de discoteca, pelado y serio, con lentes oscuros. Comencé a sentir como se me aceleraba el corazón.
ESTÁS LEYENDO
Nuestros acantilados blancos
Storie d'amoreAlice Crawford, una sombría mujer de cincuenta años, le ha escondido un secreto a su hija Catherine toda su vida. La historia sobre quién era su padre. Agobiada por la prisa del tiempo que la persigue desde que contrajo una enfermedad terminal, deci...