Cinco minutos habían pasado desde que Wendy se había ido, cuando me di cuenta de que no sabía ni qué hora era. Asumí que aún faltaba una hora y 20 minutos para llamar a Thomas, dado el tiempo que había pasado entre que me había ido de la casa de Amanda, lo cual había sucedido a las tres de la tarde, y los quince minutos que pasamos sentadas Wendy y yo en el banco.
Mi cuerpo tembló en el momento que la idea hizo tierra en mí. En verdad iba a oír su voz después de dos meses sin vernos. Mis tiemblas no paraban de moverse con nerviosismo, como un niño que tiene miedo de hablar con la niña que le gusta. Tenía la mirada fija en la arena que se encontraba a diez metros.
Thomas... al fin... ¿Qué te ha hecho tardar tanto, mi amor?
Sacudí mi cabeza y me puse de pie, enérgica. Corrí calle arriba hacia la florería, con el pequeño papelito aún entre mis dedos, esquivando a los peatones que me miraban con extrañeza. Yo no podía fijarme en nada más que el camino hacia adelante. El sol había decidido asomarse entre las pomposas nubes que predecían una fuerte lluvia, solo para iluminar mi rostro exaltado.
Llegué a la tienda con el corazón latiendo a mil kilómetros por hora. Casualmente, Amanda estaba parada delante de la puerta charlando con la Sra. Thompson. Al verme, ambas abrieron sus ojos de par en par. Sin aliento, apoyé ambas manos sobre mis rodillas buscando una mejor posición para respirar. Segundos después, antes de que ambas pudieran decirme algo, extendí la mano y le tendí el papel a mi amiga.
—Tho...mas ... se ... comu...nicó... llamar ... una hora— dije entre jadeos. Amanda tomó el trozo de papel y leyó su contenido. Mientras tanto, Stella nos miraba atónita, sin comprender lo que estaba sucediendo. Amanda miraba el papel y luego a mí repetidas veces.
—No entiendo, cielo, ¿de qué hablas? — preguntó la Sra. Thompson, quien no tenía la más pálida idea de lo que yo estaba diciendo. Con ternura, Amanda la tomó del hombro y le dijo que no se preocupara, que todo estaba bien. La anciana mujer se encogió de hombros y se fue al interior de la tienda, donde Lorene la esperaba con currículums de posibles nuevos meseros para que ambas revisaran.
Mi amiga, al verme de nuevo erguida y con un ritmo respiratorio normal, volvió a mirar el papel y luego a mí. Una gran sonrisa se formó en su rostro.
—Debes prepararte, entonces. Mientras tanto, me cuentas todo lo que pasó— dijo ella mientras me tomaba del brazo y me guiaba hacia el interior de la tienda, derecho hasta la cocina de su casa.
Mientras Amanda preparaba el té para que lo tomemos en nuestra taza favorita, yo le conté todo lo que había pasado desde que dejé la tienda hasta ese momento. Sin embargo, no la miré jamás, ya que tenía la mirada fija en el gran reloj que estaba sobre la pared del comedor, y respiraba cada vez más hondo con el tic tac de sus agujas.
Finalmente, cuando terminé mi relato busqué sus ojos para hallar consuelo. Entendiendo que debía servirme de distracción, Amanda me entregó la taza y se sentó frente a mí, lista para compartir el té y algunos pensamientos.
—Tal vez no tenía un lugar fijo para quedarse, y ahora sí, por eso ha mandado el telegrama para que tú lo llames— teorizó mi amiga minutos después, intentando darles sentido a todas mis dudas.
—No lo sé, Am, podría haberme mandado telegramas a mí, tenía varias direcciones a donde intentar enviarlos, ¿no crees? — respondí yo, luego di un sorbo de té. Amanda asintió con una mano en la barbilla.
—Quizás haya que darle un voto de confianza al pequeño Thomy y dejar que él mismo te explique sus motivos. Piensa que él dice estar haciendo — lo que sea que esté haciendo— por ti, y eso ya me parece un gesto demasiado romántico, ¿no crees?
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Nuestros acantilados blancos
Lãng mạnAlice Crawford, una sombría mujer de cincuenta años, le ha escondido un secreto a su hija Catherine toda su vida. La historia sobre quién era su padre. Agobiada por la prisa del tiempo que la persigue desde que contrajo una enfermedad terminal, deci...