Querida Catherine:
Te escribo esta carta final porque me he quedado sin hojas en el cuaderno para seguir escribiendo.
No sé si lo has notado, pero el libro que ahora tienes en tus manos alguna vez fue el regalo que Thomas me hizo para mi cumpleaños.
En fin, te diré cómo siguió todo.
Recuerdo muy poco de lo que pasó después de ese día, principalmente por el hecho de que me ahogué en una fuerte melancolía, tanto que estuve internada un tiempo. Mi padre, Hugo, Joe, Amanda, Jay, Lorene, Wendy, Stelle e incluso mi madre vinieron a visitarme a diario para darme una pequeña sonrisa entre tanto augurio. Yo no podría haberles estado más agradecida, sin ellos, hoy no estaría viva.
Mientras estaba en el hospital, una enfermera me preguntó sí sabía ya cuánto tiempo llevaba sin tener mi periodo, lo cual jamás había pasado por mi cabeza desde el día de la fiesta hasta ese momento. Un mes había transcurrido, mi mente se detuvo, ¿acaso no lo recordaba? Me hicieron estudios y ecografías inmediatamente, fue una sorpresa descubrir que tú estabas en camino, hijita mía. Recibí apoyo psicológico y cuidados médicos durante todo mi embarazo, Joseph y mi padre se encargaron de que tuviera la mejor atención posible. Finalmente, cuando naciste esa cálida tarde de 5 de mayo, todos vinieron a verte. Al contemplar tus ojos por primera vez, sentí que mi corazón recuperó una parte que tenía perdida. Tan verdes, tan familiares, eras su imagen y semejanza hecha mujer.
Mi psiquiatra me dio el alta y me permitieron volver a mi casa. Seríamos una familia tú y yo, y aquello me emocionaba muchísimo. Lo que no sabía era que, durante todo ese tiempo que yo había estado internada, Joe, mi padre, y muchas personas más se ocuparon de renovar la casa que Thomas había dejado para mí. Nos llevaron a las dos de sorpresa una tarde y nos mostraron el lugar. Llorar para mí fue una tarea inevitable. Les agradecí con cada parte de mi ser y ellos me dijeron que habían recibido una donación muy importante de parte de Addeliane May, con quién hacía 9 meses yo no había tenido contacto. Sonreí por compromiso, pero en verdad yo estaba muy enojada con ella por haberme abandonado de tal manera, sentía que no le había importado en lo más mínimo averiguar si yo estaba bien después de todo lo que había pasado. Aun así, agradecí su gesto, a pesar de que no era necesario y de que para mí no serviría de nada, al menos había hecho algo.
Ese mismo año empezamos a vivir en esa casa, tu, yo, y Joseph también. Verás, yo jamás le conté a él lo que la carta decía, aun así, desde el día que tú naciste él se ofreció a ocupar el lugar paterno qué no tendrías. En todo ese tiempo, jamás insinuó tener intenciones para conmigo. Pero él a ti te adoraba. No fue hasta que cumpliste un año que, después de una noche dura en la que no parabas de llorar, él logró calmarte simplemente con la mirada, entonces supe que las palabras de Thomas eran ciertas, Joe era mi lugar seguro, y a pesar de que tal vez no lo amaba con la misma intensidad con la que lo había amado a él, sabía que con Joe jamás iba a estar sola. Entonces finalmente le correspondí, lo rodeé en mis brazos y le pedí que no me soltara nunca. Él me amo como Jamás nadie lo hizo, era único, diferente. Y logré ser feliz, por un tiempo. Cuando cumpliste 4 años quede embarazada de tus hermanos Tati y Phillip, nombrados en honor a mis abuelos. Y tú te regocijaste, al fin tenías alguien con quien jugar.
Sin embargo, sé que creciste toda tu vida preguntándote por qué tú te veías tan diferente a ellos, que eran blancos como la leche, rubios de ojos azules. Y pronto comenzaste a sospechar. Cuando cumpliste 10 años me preguntaste por primera vez si acaso tú tenías otro padre, recuerdo que mi corazón se detuvo por completo. ¿Cómo podía ser que siendo tan pequeña tú ya sabías tanto? Lo negué todo, creía que aún no estabas lista para saberlo, y ese fue mi primer error, el que nos fue alejando poco a poco hasta llegar a lo que somos hoy.
Mi vida cambió cuando, de repente, después de que tú cumpliste 20 años, llegaron a mi puerta una docena de caléndulas amarradas en un lazo rojo. ¿Podría ser? Miré a mi alrededor buscando quién podría haberlas dejado, pero jamás vi a nadie. Desde entonces, cada cumpleaños esperé paciente por aquellas, y sin fallar siempre llegaban. Aquello comenzó a ocasionar peleas entre Joe y yo, culminando con nuestro amor hace cinco años.
Allí empezaron mis problemas con el alcohol. Tú te habías ido lejos a estudiar Psicología en Dublin, tus hermanos estaban en Londres y yo me había quedado sola. Como sabes, Amanda y Jay se casaron cuando tú tenías cinco años, y desde entonces se pasaron la vida viajando por el mundo, como tanto lo habían soñado. Por lo tanto, ella no estaba cerca para cuidarme. Mi padre, por otro lado, tristemente falleció cuando cumpliste 9 años, el dolor más grande de mi vida del cual aún he fallado en recuperarme. Y si bien mi madre y yo habíamos logrado superar nuestras diferencias con el tiempo, nunca tuvimos la cercanía necesaria como para tener de ella algo de consuelo.
Entonces caí en pena, una pena semejante a la que había sentido cuando Thomas se fue sin despedirse. Una parte de mi corazón quería creer que él estaba vivo en alguna parte, observándome, cuidándome, pero que por alguna razón no podía hacerse visible aún. Me pasé años contemplando mi mano derecha, donde su anillo había tomado un lugar permanente como la promesa que nos hicimos ese día de amarnos para siempre.
Lo recuerdo todo muy bien.
Hoy, enferma de cirrosis, depresiva, me encuentro esperando mi muerte a pesar de que muchos me han dicho que tal vez nunca llegue. Empecé a escribir en este viejo cuaderno por simple deber terapéutico, sin embargo, revolver las memorias me hizo terriblemente melancólica, lo cual no era la intención de mi psicóloga.
Al final de la línea siempre hay ecos del pasado que nos hacen cuestionar cada cosa que hemos vivido, cada risa, cada llanto. Cada vez que cierro los ojos, mi corazón palpita con fuerza para que los vuelva a abrir. No soy lo suficientemente fuerte para quedarme, pero tampoco quiero irme tan pronto. ¡Mi Dios! Que amarga es la agonía de vivir
Mi hijita, te escribo estas últimas líneas con un único propósito, que me cumplas mi deseo de muerte: Encuentra a Thomas y tráemelo, sálvame de esta pena, o me alejaré este mundo en silencio, marchita como una flor en invierno.
Recuerda, sigue las caléndulas y encontrarás el camino a casa.
Te ama, mamá.
ESTÁS LEYENDO
Nuestros acantilados blancos
RomantizmAlice Crawford, una sombría mujer de cincuenta años, le ha escondido un secreto a su hija Catherine toda su vida. La historia sobre quién era su padre. Agobiada por la prisa del tiempo que la persigue desde que contrajo una enfermedad terminal, deci...