Thomas se quedó mirándome desconcertado por unos segundos, sus ojos estaban clavados en los míos, como si estuviera intentando entrar a mi cabeza y saber si lo que acababa de decir era cierto. En su defensa, ni yo podía creer lo que había hecho, en primer lugar, porque había invitado a una persona prácticamente desconocida al casamiento de mi mejor amigo, y en segundo lugar, porque me imaginaba que más de un invitado iba a girar su cabeza en nuestra dirección, lo cual me aterraba por completo.
No importa, pensé segundos después, al diablo con todos.
Lo necesitaba, o al menos eso me obligué a creer.
Apreté mis nudillos contra la arena mientras mantenía los ojos fijos en él. Thomas se echó para atrás y se cruzó de brazos, mirándome completamente extrañado por mi imprudencia. Parecía como si sus ojos quisieran atravesar mi piel para ver lo que se ocultaba en mi interior. En principio creí que estaba juzgándome. ¿Acaso había sido tan tonta en haber sugerido que me acompañara? Pensé, sin embargo, su expresión cambió completamente unos segundos después. Para mi pesar, se inclinó hacia mí, disminuyendo la distancia entre nuestros torsos, con una media sonrisa en su rostro, como la de quien acaba de idearse un plan malévolo.
Tragué saliva, incómoda por su cercanía y nerviosa por el suspenso.
—Te acompañaré— dijo finalmente, al mismo tiempo poniéndose de pie de manera abrupta. Estaba a punto de contestarle, pero luego continuó diciendo — Siempre y cuando me prometas que tendremos una segunda cita después.
Estaba sentada sobre la manta llena de arena, con mis rodillas apretadas contra mi pecho y mi barbilla apuntando al cielo. Mis ojos no podían creer lo que veían, ni mis oídos lo que acaban de oír. En su rostro se había dibujado una sonrisa triunfante, como de quien acaba de ganar la lotería haciendo trampa. Solo que aquí las cartas se habían jugado de otra manera.
—¿Así de fácil dices que sí? — pregunté poniéndome de pie junto a él, indignada, aunque no sabía bien por qué —¿No me dirás que es una estúpida idea? — Le pregunté con una ceja alzada y mis brazos cruzados. Él solo me miró a los ojos y se mordió el labio inferior.
—Presiento que valdrá la pena el intento— dijo él justo a tiempo. Una jauría de niños juguetones corría en dirección a nosotros, cargados de arena en ambas manos, listos para arrojarla hacia nosotros. — ¡Será mejor que corramos! — exclamó él, y sin preguntar, tomó mi mano y comenzó a correr conmigo a cuestas.
Jamás me he reído tanto como aquel día. Media hora después de la guerra campal, Thomas miró el sol moverse hacia el Oeste y decidió que ya era demasiado tarde, los niños debían regresar con sus madres.
Como tenía el resto de la tarde libre, y siendo que no tenía ánimos de volver a casa por miedo a encontrarme a mi madre allí, decidí darle una visita a mi padre. Luego de dejar a los niños en casa de Wendy, Thomas se ofreció a acompañarme la mitad del camino, ya que debía volver a la biblioteca a hacer su trabajo de reponedor de libros y barista. Caminamos en silencio unos minutos hasta que llegó el momento de despedirnos. Ambos nos miramos de manera incómoda, sin saber cómo saludarnos. Thomas se mordió el labio inferior y me extendió su mano derecha, la cual, para mi sorpresa, estaba descubierta por primera vez. Sus manos eran grandes y fuertes, sus nudillos tenían rasguños cicatrizados y en su dedo angular llevaba un anillo de plata, el cual parecía tener muchos años de vida. Él debió haber notado que me había fijado en su mano, ya que inmediatamente la retiró y la ocultó en sus bolsillos.
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Nuestros acantilados blancos
RomanceAlice Crawford, una sombría mujer de cincuenta años, le ha escondido un secreto a su hija Catherine toda su vida. La historia sobre quién era su padre. Agobiada por la prisa del tiempo que la persigue desde que contrajo una enfermedad terminal, deci...