acto i, capítulo catorce, ( la maldición de Camelot )
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「 Un corazón puro implica la misma pureza de cuerpo, alma y espíritu」
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El castillo de Camelot s hallaba calmo, a la espera de que el sol anunciase su presencia por lo ancho del horizonte y así diese comienzo a un nuevo día de trabajo. Faltaban horas para aquello, pero aun así la tenue luz de una vela lograba iluminar sutilmente el ala norte del lugar al filtrarse por la pequeña abertura que daba paso a las cocinas del reino.
Cierta castaña, con su mirada verdosa opacada por el estado de somnolencia que la embargaba, caminaba con parsimonia por el lugar, ahogando un bostezo que amenazaba con escapar de sus labios. Amelie depositó la vela que llevaba sobre la amplia mesa de madera mientras frotaba sus ojos en un intento de terminar con el sopor que inundaba su cuerpo y así poder comenzar con sus tareas del día.
Aún no había amanecido, pero sabía que Arturo y Merlín despertarían pronto para comenzar un extenso día de caza en los bosques de Camelot, por lo que había decidido prepararles antes de partir algunas provisiones para el camino.
Las cocinas de hallaban desiertas y el sonido del fresco viento se asemejaba a un sutil arrullo que invadía el lugar. Acomodó una fina manta en sus hombros, resguardándose de la brisa que se infiltraba por la abertura de la puerta, y emprendió camino hacia el pequeño armario del lugar para comenzar con la tarea que se había propuesto. Tomó dos platos entre sus manos cuando el rechinar de las puertas de roble del lugar llegó a sus oídos, haciéndola girar sobre su eje.
Dio una rápida mirada al lugar y corroboró que se hallaba sola. Tal vez era obra del vendaval que danzaba libre entre los amplios pasillos del castillo. Estuvo a punto de volverse hacia el armario cuando por el rabillo del ojo notó cómo una silueta se dibujaba en el suelo y suaves pasos comenzaban a hacer eco fuera de las cocinas.
—¿Quién está allí?
Su voz retumbó entre las gruesas paredes, penetrando el silencio del lugar. Nadie respondió, más volvió a notar una sombra formarse sobre la luz que se filtraba desde la puerta. Frunció el ceño, extrañada, y con sumo cuidado dejó los platos que aún cargaba en sus manos sobre la mesada.
