31.Ascensión

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—¿Estamos en el primer piso ya? —preguntó Ancel en un tenue susurro por miedo a que hubiese algún diablo aguardándoles, cosa que era de esperar.

Observaron atentamente las hostiles paredes que se cernían en torno a ellos. No parecían presentar nada en especial, salvo la notable carencia de ventanas y otros conductos. Un enorme “nueve” resaltaba grabado en grandes números romanos sobre la piedra escarpada.

—Sólo que si éste es el primer piso, ¿por qué hay un nueve bien grande? —se cuestionó Yael.

A pesar de lo cerrado que era la estancia, podían sentir una mano etérea y escalofriante removiendo los mechones de cabellos que sobresalían de sus yelmos. Irguieron sus cabezas hacia el techo y para su desconcierto, descubrieron que había partes que quedaban al aire libre, filtrándose así pequeñas corrientes del aire belicoso. A Yael casi le da un vuelco el corazón cuando le pareció vislumbrar las adornadas crines de Saeta sobrevolando por encima de ellos. No consiguieron sacar nada en claro, por lo que continuaron avanzando.

Según llegaban a la mitad de la amplia habitación, las antorchas se apagaron. El viento se atería con más ahínco a sus huesos y articulaciones y hadas invisibles y diminutas cuchicheaban bajo el lóbulo de sus orejas palabras incoherentes. Ancel se frotó los hombros para reconfortarse, aunque sólo logró que un ligero tembleque se apoderara de su cuerpo. No había ni habitaciones, ni escaleras, ni ningún lugar al que dirigirse; tan sólo piedra y las muertas antorchas.

—¡Yo lo que quiero es matar diablos! —exclamó Yael, enojado. Se sentía como una oveja en la guarida del lobo.

Sus palabras cargadas de enojo retumbaron entre la mampostería. El soplo de aire se volvió mucho más violento, hasta el punto de tener que sacar sus alas para no irse hacia atrás. Al volver a mirar al frente se toparon con la maldad personificada. Allí estaba el carnero con sus ojos encendidos como brasas y sus retorcidos cuernos apuntando hacia ellos. Portaba sobre su hombro una gran bola de pinchos.

Ancel se quedó anclado como una estaca en el suelo, temblando cuan flan. Yael le miraba con la esperanza de que le inspirara alguna idea. Vale que estaban dispuestos a hacer correr la sangre demoníaca, pero lanzarse a lo loco contra semejante demonio, aunque era la idea más tentadora, no parecía lo más adecuado.

—¡Al diablo con la sensatez! —proclamó Yael.

Se lanzó contra el demonio con su espada desenvainada, pero cuando logró ponerse a una buena distancia, el carnero arremetió con furia utilizando su devastadora arma así que se vio obligado a retroceder para evitar el ataque. Ancel probó a petrificarle con su luz verdosa, sin hacerle siquiera cosquillas.

Cargó con fuerza su pezuña, arañando el suelo, resoplando un hálito abrasador. Su berroqueño y resistente pelaje rezumaba reciedumbre y temor.

Ancel sintió un cosquilleo en el oído y lo agudizó consiguiendo escuchar susurros incoherentes.

—¿Balb? ¿Balbe…? ¿Alroth? —mascullaba intentando comprender algo.

—¡Balberoth! —adivinó Yael sorprendiéndose a sí mismo por recordar aquel nombre—. Me suena que alguna vez nos hayan hablado de él. Creo que fue un querubín.

—¿Esa cosa era un querubín?

“Esa cosa” se abalanzó contra ellos agitando su pesada arma haciéndola describir círculos concéntricos en el aire oscilante. Ancel consiguió esquivar el ataque por poco, quedándose clavada la gran bola de pinchos en la pared, pasando por encima de su hombro. Sin embargo, Balberoth la desatascó sin ningún problema y volvió a descargar su furia. Consiguió acertar en el hombro del ángel, aplastándolo y abollando su armadura que se resquebrajó y algunos fragmentos de metal etéreo se le incrustaron entre los machacados huesos.

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