Capítulo Veintinueve

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No recuerdo el momento exacto en el que abrí aquella puerta y lo vi. No recuerdo el momento exacto en el que aquellas manos me sujetaron con una fuerza descomunal y me inmovilizaron en el desgastado suelo de madera. No recuerdo la mayor parte de lo que sucedió después de que Insane me dejara allí sola y yo, finalmente, me atreviera a cruzar el umbral de la puerta de atrás de la casa.

Tal y como me había indicado, busqué por aquella planta con todo el cuidado que fui capaz de reunir.

Estaba aterrorizada e intentaba que mi respiración fuera lo más silenciosa posible. Evitaba tocar o rozar cualquier mueble u objeto que se cruzará en mi camino en medio de la oscuridad, una vez que mis ojos se acostumbraron.

Una pequeña parte de mí moría de un infarto cada vez que los tobillos me crujían cuando daba pequeños pasos para desplazarme. No quería que me descubrieran. De hacerlo, mi vida no terminaría por mi enfermedad, sino de una forma más terrible y dolorosa. Sólo de imaginarlo se me paraba el corazón y contenía la respiración.

Fui abriendo puerta por puerta muy despacio y con cuidado de no hacer chirriar las bisagras oxidadas. Casi no lograba ver nada hasta que tropecé con algo en el suelo y, para no caer de bruces, me apoyé en el pomo de una puerta al final del pasillo. La fuerza de mi cuerpo hizo que se rompiera la cerradura y cayera al suelo en un estruendo metálico que me heló la sangre, junto a un pedazo de madera que se había arrancado.

Me llevé las manos a la boca para no gritar, presa del pánico. Miré a todos lados con el corazón desbocado, buscando cualquier señal de que había sido descubierta para salir corriendo, aunque en el fondo sabía que no me daría tiempo a escapar.

Pero sí a esconderme.

El sonido de unos pasos me hizo reaccionar. Abrí la puerta con las uñas, rompiéndome algunas, y me metí dentro de aquella habitación rápidamente. Cerré la puerta detrás de mí y me quedé sentada en el suelo justo en frente, en medio de la oscuridad, esperando a que los pasos se alejaran.

De un momento a otro, ya no escuchaba nada, solo mi respiración, irregular.

Sentí que las costillas me estaban aplastando los pulmones, que una soga me rodeaba el cuello y me apretaba cada vez más. El sudor me bajaba por la espalda, el pecho y las sienes, tenía mechones de pelo pegados al cuello y no tardé en enfriarme por la baja temperatura del ambiente.

Tragué saliva con dificultad. Necesitaba tranquilizarme, pero no había tiempo.

Me levanté del suelo con cuidado y me acerqué a la puerta, cuando un sonido justo detrás de mí me hizo dar un traspié.

De un salto, me di la vuelta y me pegué a la pared, preparada para morir.

No había nada.

Bueno, sí, había algo.

Una puerta. Una puerta de metal cuyas cadenas estaban desparramadas por el suelo, rotas. El metal estaba abollado y lleno de salientes, deformado.

Ahí estaba. Ahí debía estar.

Me acerqué corriendo y busqué el pomo, un picaporte, algo, pero no había nada que pudiera agarrar para abrirla.

Toqué con los nudillos de forma suave tres veces y esperé una respuesta.

Nada.

Volví a golpear el frío metal que me mordía la mano. De nuevo, tres veces.

—¿Quién está ahí?— escuché, del otro lado.

—Soy yo— susurré, con miedo a alzar la voz. Recé por que me hubiera escuchado.

Un golpe en el metal me arrancó un gemido.

INMORTAL |Zalgo y tú|© FINALIZADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora