Capítulo Cinco

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Verano. Cinco y media de la tarde. ¿Qué demonios estaba haciendo encerrada en casa y sin llamar a mis amigos? A no ser que mintiera diciendo que me había bajado la regla, las demás excusas no parecían servir con mis amigos.

¿La razón de por qué no estoy en la playa? Bueno, la respuesta tiene nombre: ¡Sí, Zalgo!

¿Sabes las pocas ganas que tengo de ver a ese tío? ¡Estoy tan arrepentida de mirarlo como una posible opción en el futuro...!

Golpeé mi frente con la mesa y solté un grito ronco. El libro que estaba leyendo cayó al suelo y me apresuré a recogerlo, temiendo que alguna página se doblara. Lo dejé en la estantería y me dejé caer en la cama, revisando los miles de mensajes que ya me habían enviado preguntando si iba a tirarme en casa todo el día.

Puede que sí.

—____, cariño, tenemos que irnos— Ah, sí. A parte, tenía que ir al médico para que vieran cómo voy en lo que se refiere a mi enfermedad.

—¿Para qué vamos si ya sabemos que me voy a morir?— Mi madre me miró furibunda. Siempre que bromeaba con mi destino final, el que ya todos sabían, me miraba de esa manera.

Me levanté en silencio y cogí el móvil. Ambas salimos de casa y entramos en el coche. Mamá encendió el motor y condujo durante diez minutos más unos nueve intentando buscar aparcamiento.

Salimos a toda prisa del coche y nos dirigimos a la tercera planta del centro, donde yo tenía cita. No tardó en salir mi doctora llamándome. Pasé con ella a la consulta y me senté en una de las sillas frente a su escritorio lleno de lápices y una pantalla de ordenador tan grande que apenas podía ver su cara.

—Bueno, ¿cómo lo llevas?— Me pregunto.

—He tenido menos ataques que en otras ocasiones— Respondí. La doctora me miró por unos instantes y, después de escribir algo en el ordenador, volvió a mirarme.

—¿Son los mismos síntomas?— Asentí. Quedamos unos minutos en silencio hasta que ella se levantó de su silla —Bueno, vamos a hacerte una ecografía.

Lo sabía.

Desde que me alcanza la memoria, lo único que me han hecho en el hospital han sido radiografías, ecografías y analíticas. Ni siquiera sabía por qué se molestaban tanto si ya sabían que iba a morir.

Me llevaron a otra sala donde me acostaron en una incómoda camilla y me levantaron la camisa. Después de echarme aquella crema tan fría y desagradable, el cacharro que pasaban por mi vientre reflejaba las imágenes en un monitor.

—Vaya...— Miré a la doctora —Parece que va mejor...

No era la respuesta que esperaba.

Siempre era lo mismo: ecografía, o cualquier cosa, y la misma frase de todo sigue como siempre.

—Es como si algo estuviera sanando los tejidos dañados...— Susurró. Me sorprendí. Después de todo, después de hacerme a la idea de que moriría antes de los veintidós... ¿De verdad estaba sanando...?

Después de una charla y de explicar más o menos lo que estaba sucediendo, ya que no lo sabían con certeza, la doctora me dio dos frascos de cristal con unas pastillas diferentes. Estas eran de color rojo y eran algo más grandes.

—Tómatelas cada vez que tengas otro ataque, ¿de acuerdo?— Solo asentí. Mamá y yo salimos de la consulta y, nada más salir del lugar, nos dirigimos al coche. Al entrar, mamá me abrazó con fuerza y empezó a gritar. Correspondí aquel abrazo y me eché a llorar de la felicidad junto a ella.

—¡No sabes lo feliz que estoy de oír eso, _____!— Exclamó entre sollozos. Acarició mi cabello —¡Hay posibilidades de que te quedes conmigo, cariño! ¡Nunca he sido tan feliz!— Apoyé la cabeza en su hombro y ambas rompimos en llanto.

Vale, puede que no estuviera del todo segura. Pero, ¿cómo no emocionarse ante algo así? ¡Tenía posibilidad de curarme! ¡Podría vivir!

Cuando finalmente nos calmamos, mamá se encargó de conducir a casa de vuelta. Aparcó el coche en el garaje y entramos.

—¡Esta noche saldremos a comer algo fuera! ¿Qué te parece?— Me preguntó. Solo asentí con una sonrisa —Pues ponte guapa, cariño.

—Mamá, ambas sabemos que yo siempre estoy guapa— Moví mi cabello intentando que pareciera fabuloso, pero el mechón que se levantó me golpeó la cara. Ambas reímos.

No, no era cierto. A decir verdad, cuando empecé el instituto mamá tuvo que llevarme al psicólogo por mis estúpidos pensamientos de baja autoestima. Allí fue donde conocí a Adara. Ella iba al psicólogo por los problemas que solía tener con su padre: él era demasiado sobre protector y ella demasiado desobediente. ¿Cuántas veces se habrá escapado sólo para ir a fiestas o darse el lote con sus novios?

Recuerdo que una vez, ella se escapó de casa al rededor de las dos de la madrugada para venir a la mía e intentar animarme cuando un chico del que me había enamorado me había puesto en evidencia delante de toda la clase. Sí, Adara estaba loca, pero era una gran amiga.

Pasó el tiempo y, entonces, me presentó a Aveline. Hasta el día de hoy, no logro comprender como dos personas tan diferentes pueden ser tan amigas. Digamos que eso de los polos opuestos se atraen solo era una ley de imanes para mí.

Cogí un trozo de melón que había en un cuenco de porcelana en la encimera de la cocina y, cuando me lo terminé, me senté al lado de mamá en el sofá con un libro en las manos.

INMORTAL |Zalgo y tú|© FINALIZADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora