Capítulo Treinta y Uno

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Recordaba correr hacia mi madre un día realmente caluroso de verano, después de haber estado todo el día jugando en la playa con mis amigos, cuando ya teníamos que volver a casa porque teníamos que cenar.

Yo era muy pequeña: dos años, a punto de cumplir tres y muy emocionada por ello, como cualquier niño pequeño.

Recordaba salir del agua, empapada y con el sabor de la sal amarga en la boca. Salí corriendo para darle un abrazo a mi madre, mojarla y sorprenderla; una broma inocente que nunca pude llegar a hacer.

Caí de rodillas al suelo a mitad de camino entre mi madre y el mar. Los huesos se me habían congelado y los músculos se me habían tensado. Se me cortó la respiración y los pulmones dejaron de funcionar, por lo que no podía recibir ni echar el aire. Además, un dolor punzante me recorrió todo el cuerpo.

Mi madre se dio cuenta de que no había llegado a su lado y volvió a llamarme, pero no se percató de lo que me pasaba hasta que dejó de hablar con las madres de mis amigos y se giró en dirección al mar para buscarme. Ahí fue cuando me encontró en el suelo, cubierta de arena y convulsionando.

Todos entraron en pánico.

Al principio intentaron tranquilizarme por si era un ataque de ansiedad, luego descubrieron que no podía respirar y me empezaron a hacer una RCP, lo que me causó muchísimo más dolor y acabé quedado inconsciente. Después, mamá me dijo que me llevaron a un hospital y que los médicos lograron reanimarme, pero que no tenían ni idea de qué podían hacer o qué era lo que me pasaba.

Así fue como empezó todo.

Los ataques me daban de forma inesperada y con mucha frecuencia. Faltaba a clase porque tenía miedo de que me sucediera en el aula o en el patio del recreo y volviera a quedarme inconsciente por falta de oxígeno. Mamá contrató a un profesor particular para que me diera clases en casa, pero duró poco al descubrir lo que me pasaba.

Luego sucedió lo de papá.

Mamá no tuvo tiempo de deprimirse ni de hundirse. Cuando él se fue, mamá tuvo que buscar otro empleo que pudiera mantenenos a ambas. Afortunadamente, todas las pruebas que me hacían las pagaba la Seguridad Social, por lo que no teníamos que preocuparnos de una gran suma de dinero, así que las cosas fueron relativamente fáciles.

Después de varios años de pruebas, analíticas y cirugías, los médicos no consiguieron un diagnóstico exacto. Llegaron a la conclusión de que no viviría mucho debido a que mis órganos se estaban atrofiando y me recetaron unas pastillas que hacían que el dolor de los ataques pasara más rápido y que no se me cerraran del todo las vías respiratorias.

Cuando yo ya estaba en el instituto, me encerré en casa. Todas las noches me despertaba por terrores nocturnos en los que lo único que veía era mi muerte y me negué a ir al psicólogo.

Mamá estaba destrozada y yo odiaba verla así; odiaba saber que el motivo de su malestar era yo.

Me odiaba a mí.

Entonces, tuve que forzarme a cambiar de mentalidad. Tuve que obligarme a salir, a interactuar con otras personas y a terminar mis estudios.

Fue doloroso y desgarrador.

Mi estabilidad emocional sufría cada día.

Pero lo conseguí.

Logré acabar los estudios, me gradué, mamá se recuperó poco a poco y eché solicitudes para varias universidades mientras fingía que todo estaba bien.

Pero ya no estaba tan rota.

El primer año de universidad fue con tranquilidad y, aunque hubo muchas dificultades, pude superarlas sin problema.

Me rompieron el corazón, pero con todo lo que yo había soportado, a penas pude darle importacia.

Mis amigos estuvieron a mi lado todo el tiempo y aquello me ayudó a llevar mejor mi carga. Los ataques ya no eran tan frecuentes y las pastillas mejoraban mucho mi situación.

Y poco después me lo dijeron: algo estaba sanando los tejidos dañados de mi cuerpo, como si se estuvieran regenerando y las partes dañadas que estaba dejando de funcionar volvían a hacer su función.

Jamás había estado tan feliz. Nadie sabía qué era lo que me estaba curando por dentro, pero no importaba: me estaba curando.

Sin embargo, él me dijo lo que era.

Tenía algo que le pertenecía en mi cuerpo y eso me causó tantos problemas..., tanto dolor...

Lo perdí todo varias veces, casi me pierdo a mí una vez.

Zalgo era una especie de dios, o eso tenía entendido por lo que Insane me había hecho saber. Un dios de la destrucción que solo vivía para sembrar el caos y el dolor allá donde pisara; su función era extender el sufrimiento a los humanos, hacerlos agonizar de las peores formas. No obstante, tuvo una función diferente conmigo.

Y me enamoré.

Maldita sea.

Me salvó en varias ocasiones, quiso protegerme y yo estuve a punto de morir por él.

Y ahora iba a morir, iba a morir por no querer dejarlo ir, por no querer su protección si ello significaba que estuviera lejos de mí. Por no permitir que muriera lenta y dolorosamente.

—Se te ha acabado el tiempo.

Insane.

Todo esto había sido planeado por Insane: conseguir la Estrella Muerta mientras yo, despistada, iba a por Zalgo, que no tenía fuerzas para luchar y casi no le quedaban poderes, que yo le suplicara ayuda, incluso que le pidiera que mi cuerpo funcionara como si no hubiera enfermedad. Como consecuencia, mi cuerpo había quedado destrozado de forma interna y yo ya no podía moverme.

Todo estaba perdido.

Insane había traicionado a su propio padre.

—¿Por qué?— alcancé a cuestionar, aún cuando él estaba parado delante de mí.

—¿Por qué?— repitió, incrédulo, como si yo, una insignificante humana, no supiera ver la respuesta obvia —Poder. Esa es la razón. Él siempre lo ha tenido todo y yo siempre he sido su sombra. Un simple crío al que creó a partir de la oscuridad y la locura humana: un don nadie. Pero cuando él muera, yo seré el que lo tenga todo. Y él pasará a la historia.

—Dijiste que desaparecerías si Zalgo moría— alegué, contrariada.

—No si yo me hago con la vela y la estrella, idiota— respondió —Y ahora que tengo ambas, el que desaparecerá será él.

INMORTAL |Zalgo y tú|© FINALIZADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora