Capitulo 2.

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Capítulo 2.

Toqué la puerta para entrar a la casa. El sol se estaba poniendo en ese momento. Mi prima me abrió la puerta.
-¡Ann! ¡Llegaste! –me recibió sonriente.
Mi prima se llamaba Cat. Tenía la misma edad que yo, éramos muy buenas amigas, no nos escondíamos nada; bueno, como las primas lo hacen normalmente. Después de ese eufórico saludo, cenamos. Algo simple, un plato de ensalada y jugo, luego estuvimos un rato charlando con la familia. Dieron las nueve y media, y nos fuimos a poner pijama, nos acostamos y comenzamos a conversar.
-Hoy terminé con Zac, Cat.
-¿Enserio? Siempre supe que él no era para ti, y ¿qué sucedió?
-Me…, me engañaba con otra chica. –tartamudeé un poco y una lágrima cayó por mi mejilla.
-Oh, cuánto lo siento –se sentó a mi lado-. Ann, él no te merecía, tú eres una gran chica, con un gran futuro, él no es nada, aparecerán más hombres buenos en el futuro –me abrazó con fuerza y lloré en su hombro-.
Después seguimos conversando de todos los temas, menos sobre esa casita que había descubierto. Quería que fuera mía, de nadie más. Un lugar para reflexionar, hablar sola, y hacer cualquier cosa en general. Nos quedamos dormidas en un rato; realmente, después de este día horrible, era muy agradable dormir.
Soñé con esa casita. Esa casita que tal vez me había llevado a una fantasía. Era como “mi lugar de paz”. Todas mis preocupaciones se iban al estar ahí.
Me despertó el reflejo el sol en el espejo que había en la habitación. Miré mi reloj, eran las diez de la mañana, buena hora para levantarse.
Me puse algo simple: unos shorts de mezclilla y una camiseta sin mangas, luego fui a tomar desayuno. Todos estaban en la mesa con sus tasas.
-Buenos días Ann –me dijo mi madre-. ¿Cómo amaneciste? 
-Bien, gracias. Buenos días –saludé a todos con un beso en la mejilla-.
Comí mi desayuno y conversamos un rato. Luego fui a asearme y estaba dispuesta a ir a arreglar esa casa. Tomé un bolso y aventé todas las cosas que fueran necesarias: paños, una mini-escoba, bolsas, algo de madera, un martillo y clavos.
Le mentí nuevamente a mamá, diciéndole que iba a ir a trotar a la playa. Salí de mi casa y fui a aquel bosque. Caminé hasta que encontré la casita, subí y comencé a limpiar, partiendo por el escritorio: saque los dibujos que habían sobre él y los puse todos en una carpeta que estaba tirada por ahí. Despejé las repisas y les quité el polvo. En unas cuantas horas ya estaba listo. Tal vez no quedó como un hotel de lujo, pero a cómo estaba antes, parecía un castillo.
Me senté en un cojín que había en el suelo y agarré la guitarra. Empecé a tocar unos acordes cualesquiera, y me percaté de que estaba desafinada. No tenía nada con que me pudiese guiar, entonces dejé la guitarra a un lado y me paré para irme, ya que eran las una y mi estómago rugía en son de hambruna.
Caminé hacia la puerta y un fuerte dolor de cabeza me hizo parar. Sentí que el mundo se tambaleaba y tuve que apoyarme en un estante para no caer. Afirmándome en todo lo que pudiese, alcancé el sofá que estaba arrinconado en una pared, y me senté ahí. Se me nubló la vista y por un momento pensé que la casa se iba a desmoronar conmigo encima. 
«Insulina», pensé. Claro, esa mañana se me había olvidado inyectarme ese detestable líquido transparente. Me puse en cuatro patas y arrastré mi cuerpo hasta el bolso que había tirado en el suelo junto al escritorio; abrí el cierre del bolsillo de afuera y saqué una barra de chocolate derretida. Con las manos temblorosas, abrí el envoltorio y luego le di un par de mordiscos. Sentí cómo mi cuerpo se relajaba. Deje el envoltorio vacío del chocolate a un lado y me masajeé las sienes con los dedos. Aunque el temblor continuo de todo mi cuerpo no desapareció, pude sentir cómo el suelo volvía a estar derecho. 
Era diabética. A eso se debía el incidente anterior. Cada día de mi vida me tenía que inyectar una jeringa de insulina por la mañana y antes de irme a dormir. No podía comer cosas con azúcar –excepto en estas ocasiones-, y tenía que hacer ejercicio al menos una vez al día. Si creías que tu vida era mala, mira la mía. 
Después de reposar un rato, me encaminé hacia la casa. Había pasado media hora desde que le había echado un vistazo al reloj; me iban a matar. Traté de acelerar el paso mientras pensaba qué diría cuándo llegara.
Miraba hacia abajo, tratando de no pisar las líneas del pavimento; no me caracterizaba por ser una persona muy creativa. El calor estaba en su momento más potente y sentía cómo el sudor cubría mi espalda. 
Al llegar a la esquina, doblé hacia la izquierda, y choqué con alguien.
-¡Ten más cuidado! –Dijo el chico con quien había tropezado.
Subí la mirada hasta encontrarme con la suya: seño fruncido, cabello negro y alborotado, y unos ojos del mismo color. 
-Lo siento. –Fueron las únicas palabras coherentes que pude decir.
Me miró con desaprobación, y se fue por donde yo venía. Sacudí la cabeza y no le di importancia. Tenía hambre y si quería que eso se solucionara debía llegar lo más rápido a casa.

Paraíso de las Pesadillas. [Terminada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora