Capítulo 19. Parte uno.
Bajé por las escaleras, preocupada por las posibilidades de que cayera y quedara inconsciente otros tres días. El señor Morrison y Christopher estaban sentados en un sofá mirando la televisión, aunque ninguno de los dos parecía demasiado atento a lo que transmitían en ella.
Ambos se pararon cuando nos oyeron bajar. Christopher me observó –quizá demasiado– y luego me sonrió. Bajé la mirada, avergonzada ante el evidente rubor de mis mejillas.
–Creí que nunca bajarían –dijo Phil–. Ahora, vamos. Se nos hace tarde.
Los señores Morrison se adelantaron y salieron por la puerta primero, dejándonos a Christopher y a mí solos.
–¿Vamos? –dijo ofreciendo su mano. A diferencia de mí, él estaba exactamente igual como lo había dejado– Será divertido.
Acepté su petición y extendí mi mano; él entrelazó nuestros dedos con fuerza y me miró:
–Les has agradado a mamá –dijo.
–Es una persona muy considerada –afirmé–. Completamente diferente a su engreído y terco hijo.
–Oh. Yo no conozco que tenga un hijo así; sólo conozco al que tiene como novia a una chica con el orgullo por los cielos.
–Pues que afortunada chica, así no caerá en los irresistibles besos de su novio.
Tiró de mi brazo y me atrajo hacia él, quedando frente contra frente. Cruzó una mano por detrás de mi cintura y dijo:
–Hum… –aplastó su nariz contra la mía– Pues debes estar equivocada. Ella ya ha caído.
Y, efectivamente, así era. Yo ya había caído; había caído perdidamente enamorada de Christopher. No tenía remedio. Nada podía cambiar lo que sentía por él, o por lo menos en estos instantes.
Después de un corto beso, nos encaminamos hacia el exterior. Phil y Allison esperaban dentro de un Audi A6 negro, con los vidrios polarizados. ¿Era acaso que ésta familia nunca pararía de sorprenderme? Christopher me acompañó hasta la parte trasera del auto y abrió la puerta, dejándome entrar primero. Luego entró él y cerró la puerta tras sí. El auto echó a andar marcha atrás y salimos a la calle. En pocos minutos ya estábamos muy alejados de la casa mediterránea de los Morrison.
Christopher se sentó a mi lado, bastante cerca. No paraba de juguetear con mi cabello. Si no fuera porque sus padres estaban presentes, quizá hubiéramos estándonos besándonos. Pero me conformaba con sonreírle. Nada me hacía más feliz que estar con él.
Veinte minutos más tarde, estábamos aparcando frente a un enorme restaurante frente al mar. Era de lujo. Por las ventanas, se apreciaban vidrieras llenas de vinos finísimos. Caminamos en grupo hacia la puerta y una muchacha de cabello rubio le dijo al señor Morrison:
–¿Desean una mesa, señor?
–Para cuatro, por favor –le respondió Phil.
–Por aquí.
Nos dirigió a una mesa con dos sillas para dos personas cada una, acolchadas. Los señores Morrison se sentaron a un lado, y Christopher y yo al otro. Al acomodarnos, nuestras manos se rozaron y una corriente eléctrica recorrió mi espalda.
–Soy Hannah –dijo la muchacha –, y hoy los atenderé. Aquí están los menús –nos entregó a cada uno una carpetita negra, y luego prosiguió–. Tómense el tiempo que deseen. Cuando estén listos, llámenme –se retiró caminando en dirección a la cocina.
Abrí el menú, y lo primero que hice fue mirar los precios: nada costaba menos que cuarenta libras. Todo era impagable, o por lo menos para mí. ¿Cómo iba a pagar una comida de éstas, considerando lo caro que costaba?
–¿Qué sucede, Ann? –preguntó la señora Morrison en tono amable.
–Es que… Es que esto es demasiado caro –admití–. No tengo dinero para pagarlo.
Allison soltó una carcajada, el señor Morrison sonrió mientras miraba el menú y Christopher bufó.
–¡Qué tonterías dices, Ann! –dijo Allison– Claro que nosotros te pagaremos la comida. Ahora, elige algo delicioso.
–No puedo aceptar eso –dije, sorprendida–. Es todo muy caro…
–¡Bah! No te preocupes –volvió a decir la señora Morrison–. Tómalo como un… Regalo de cumpleaños adelantado –me guiñó un ojo.
Y no dije más. Hojeé el menú, abriendo desmesuradamente los ojos cada vez que los precios aumentaban. ¿De verdad la gente comía aquí? ¿O sólo lo hacía para ocasiones especiales? Miré a mi alrededor, disimuladamente: toda la gente que comía en el restaurante iba vestida de manera elegante, al igual que yo. Un grupo de hombres con trajes negros conversaban seriamente de un tema que no pude oír; ¿serían empresarios? ¿O gente de la mafia? «Yo y mis ideas conspirativas», pensé. Seguí observando a la gente a mí alrededor, hasta que mi atención se centró en una cabellera rubia desordenada. La cabeza cambió de posición, haciendo que pudiera ver la mitad del rostro de la persona que estaba sentada de espaldas a mí.
Al ver quién era, casi caigo de la silla.
Zac, mi ex novio, estaba sentado a unos metros de mí.
¿Por qué tenían que sucederme éstas cosas a mí? ¿Por qué un día tan perfecto como era éste se había arruinado por el imbécil de mi ex novio? ¿Por qué, habiendo tantos restaurantes en la zona, él tenía que venir justo a éste?
–¿Qué te sucede? –preguntó Christopher, tratando de ubicar el lugar al que había mirado.
Aparté la mirada de Zac enseguida, y le dirigí una sonrisa a Christopher, como si no hubiera sucedido nada.
–Estaba contemplando la vista; es muy bonita –mentí.
–Es cierto –estuvo de acuerdo conmigo–. Pero ahora elige algo para comer, nosotros ya estamos listos.
–¡Christopher Alfred Morrison! –exclamó la señora Morrison– ¿Acaso no te enseñé cómo se debe tratar a una mujer?
–¡Mamá! –protestó Christopher. Solté una risita– ¿Cuántas veces te he dicho que no me digas Alfred?
Así que, hasta Christopher, el chico más sarcástico y rudo –por decirlo de alguna manera– que había conocido nunca, tenía a su madre avergonzándolo por ahí. Tomé apuntes mentalmente, para que, cada vez que él me molestara, ocupara su segundo nombre en defensa.
Sin embargo, no pude disfrutar del almuerzo. Con tan sólo pensar que Zac estaba ahí, a tan sólo unos metros, una punzada en el pecho amenazaba la probabilidad de que me parara y saliera corriendo del restaurante. ¿Qué sucedería cuando él me viera? ¿Se acercaría, o sólo actuaría como si no me conociese?
Cuando terminé de comer un gran plato de ensalada, dije:
–Voy al baño. Ya vuelvo.
Me paré, intentando ocultar mi rostro y caminé hacia las escaleras, donde un gran cartel colgante decía: «Baños». Los pies me mataban. Me prometí a mi misma que nunca volvería a utilizar zapatos de tacón de aguja… o zapatos. Entré en el elegante baño y revisé que no hubiera nadie. Me senté en el largo lavamanos y desabroché los zapatos, dejándolos caer al piso en un estruendoso ruido. Suspiré; deshacerse de esas finas cosas era como pisar nubes de algodón.
Descalza, mojé mis manos con la helada agua de uno de los tantos grifos que había en el baño y pasé mis dedos por entre unos mechones sueltos. Después de un par de minutos de contemplarme en el espejo, volví a amarrarme los zapatos y dispuse a salir del baño. Ya había tardado mucho. Abrí la puerta y caminé por el pasillo, pero una voz me detuvo:
–Vaya, vaya. Miren quien está aquí. ¿Quién diría que Ann Rogers –me llamó por mi nombre completo– se encontraría en un restaurante cómo éste?
Me detuve de golpe. Reconocería esa voz en cualquier lugar.
Zac.
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Paraíso de las Pesadillas. [Terminada]
Romance¿Un verano completamente normal puede cambiar totalmente tu vida? La respuesta: Sí. Ambos están locamente enamorados del otro. Pero no todo es color de rosa Un pasado imposible de olvidar Tal vez este amor no sea para siempre, pero si es de los v...