LA RESACA

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Desperté en la cama de mi habitación a causa de los rayos del sol, me tomó alrededor de treinta segundos reconocerla, el techo de troncos gruesos color ébano, las paredes de madera, la lámpara del techo en forma de candelabro, las dos lámparas de las mesas de noche encendidas aún, las ventanas con las inmensas cortinas blancas que caían hasta el suelo dejando pasar esa pizca de luz hacia adentro, detrás de ellas la puerta que da a un pequeño balcón y más allá de eso estaba esa hermosa vista al lago que fue por la que decidí levantarme.

Estaba en mi cama, acostada de lado, con el pelo revuelto y sin almohada – No me juzgues, tengo treinta – le dije a Fermina que estaba observándome desde la esquina de la cama, maullando bastante molesta para indicándome que su plato de comida estaba vacío.

Yo ni siquiera estaba metida entre las sábanas, tenía puesta la ropa de dormir al revés, mi pantalón de franela gris y una playera blanca casi a medio poner. Me incorporé a admirar el desastre que había en mi habitación, mi atuendo de día anterior, mis jeans azules rasgados, mi blusa azul marino con brillos estaban en el suelo del baño, el lavabo tenía señales de haber sido escenario de un show de vómitos en repetidas ocasiones durante la noche. Me paré frente al espejo y noté que mi reflejo demostraba un intento muy fallido de desmaquillarme, el desmaquillante derramado en el suelo lo demostraba, las toallitas húmedas arremangadas en su propia bolsa como una venganza de mí hacia ellas por tener ese mecanismo que hace imposible de poder sacar únicamente una de ellas.

Me lavé los dientes y mientras lo hacía trataba de juntar las imágenes que pasaban por mi cabeza como pequeños flashes mirando el desastre que me tocaría limpiar más tarde. Me volví a la cama y busqué mi teléfono para ver si tenía llamadas perdidas de mi mamá, quien siempre tenía ese presentimiento que algo fatal me había sucedido y sobretodo tratándose de mi cumpleaños, habían tres llamadas y un mensaje de voz en donde me recordaba que beber en exceso no me regresaría mi juventud. – Algo tarde – pensé–

Ingresé a Instagram para ver si había algo de evidencia de la noche que había cumplido 30 años y que los amigos del bar habían querido organizar una fiesta que debía ser sorpresa, cosa que no había sido tan sorprendente pues Adela, ya me había comentado que estrenaría una blusa amarilla de lentejuelas plateadas y con la que se miraba muy sexy para esa fiesta, lo cual era muy raro tomando en cuenta que tenía cincuenta y seis años y le faltaba un diente incisivo, prometí hacerme la sorprendida para no perjudicarla.

Busqué en Whatsapp los mensajes enviados, cruzando los dedos para no encontrar mensajes enviados a Roberto, por suerte no había ninguno de mi parte hacia él más que el clásico "Gracias" en respuesta al mensaje de felicitación por mi cumpleaños.

Abrí twitter esperando no haber publicado el clásico twit al aire con indirectas hacia las personas a quienes no me atrevía a decírselas a la cara, tampoco había nada, me sentí feliz conmigo misma, –He madurado, redes sociales cero, Zoé uno– dije empuñando mi mano como toda una ganadora.

En el archivo de mi teléfono, por suerte, solo habían fotos mías, de Pepe y Olivia, fotos que evidenciaban únicamente el inicio de la fiesta y poco a poco se fueron tornando más y más borrosas, otras movidas pero que no reflejaban actos indecentes ni nada de qué avergonzarme. Me sentí satisfecha de que en esa parte mi reputación estuviera intacta y mi resaca moral tranquila.

Se hizo medio día y yo seguía en la cama y aún mareada – "Rayos, toda la mañana perdida" – dije dando un brinco desde mi cama al baño.

Sonó el teléfono, era Pepe quien siempre llamaba los domingos que el sueño no me dejaba levantarme para las meditaciones dominicales.

– Hola, no quisiera ser tú hoy – dijo Pepe al otro lado del teléfono –

– ¿Qué? A ver resume lo que pasó y omite los detalles si fue realmente vergonzoso tanto como para cambiarme de nombre e irme a vivir siete años al Tíbet.

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