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No podían haber encontrado un día más perfecto para devolverme mi auto, llovía con inclemencia y parecía que aquella pronunciada tormenta duraría una semana. Para mi suerte el coche se mostraba inmaculado, como sí hubiera pasado por una narcótica amnesia que agradecí de sobremanera. No había gastado mi propio dinero, el seguro cubrió todo para mi fortuna y ahora, nuevamente, podía decir que había recuperado mis piernas.

Pero... ¿Qué podía hacer con mi transporte ya devuelto a mis manos y con este funesto aguacero azotando la ciudad? Quedarme estático bajo el resguardo del techo era una opción, al igual que aguardar a que todo pasase y quizás ahorrarme una visita al lavadero, pero, bien sabe la vida, yo soy hijo de las tormentas y las cenizas. ¿Para qué temerle al agua sí disfruto bailar bajo la lluvia?

La sangre, su hierro y hasta quizás unos huesos oxidados, llaman a los rayos y, por Dios, moría por salir a buscarlos. Solo necesitaba una buena excusa para escapar de mi letargo y montarme sobre las ruedas a encontrar una pequeña inspiración que hiciese que desee volver a casa y así terminar un nuevo cuadro. El último trabajo me había dejado bastante exhausto y realmente necesitaba una inyección de vitalidad. Fue entonces que, como una centella, una idea atravesó mi cabeza.

¿Quizás una linda joven necesitaría a su galante caballero para que la salvase de las inclemencias climáticas? ¡Claro que sí! ¡Pobre de ella! No podría retornar a su hogar con el cabello chorreando y su ropa deliciosamente pegada a sus carnes. ¡Debía auxiliarla! Luego ella me devolvería el favor quizás regalándome un poco de su gracia.

Sonreí ante mis propias ocurrencias viendo por la ventana como en cada segundo aumentaba la ferocidad de esa tormenta, era como sí el agua me llamara. Con los ojos colocados sobre el reloj de mi muñeca, supe que estaba a tiempo para iniciar mi treta de salvamento. Me apresuré a vestirme y correr al estacionamiento, por fin tenía la excusa perfecta para quitarme este cruel y cansador aburrimiento.

La ciudad estaba inundada, las calles habían mutado en ríos y el alcantarillado, en lugar de tragarla, vomitaba el agua amarronada que se mostraba cristalina contra el parabrisas. Llegar al teatro fue sencillo, solo los transportes comunitarios se animaban a hacerle frente a la urbe en esas situaciones, pero, para mi sorpresa, la parada del bus estaba vacía.

¿Ella se me habría adelantado y ahora estaría camino a casa buscando el abrigo del concreto? No lo sabía, pero estaba algo defraudado. Esperando a que el semáforo cambiase de color, noté al autocar recién asomándose por la calle, apenas deteniéndose frente al teatro. ¿Alicia se había aventurado a deambular sola por la enfurecida ciudad? Era una opción, quizás una no tan sensata, pero dejaba margen a la duda.

Recordando el recorrido a pie que juntos habíamos hecho una vez para dirigirnos al edificio, empecé a buscarla por las desérticas calles empapadas.

Pronto una pequeña figura apenas cubierta por una capucha se divisó a la distancia, los viernes de por sí ya eran deprimentes siempre que me cruzaba con los asalariados cansados retornando a su casa, pero, en esa ocasión, el ver a una sola persona caminando bajo el agua me contagió una profunda sensación de desahucio. Para el cielo todos éramos indefensos cuando se disponía a castigarnos por nuestros pecados.

Me acerqué más a esa única persona, intentando que los ojos no me fallasen y obligándome a apretar mi mirada. Casi encimándome las gafas sobre los párpados pude distinguir unos calentadores en sus tobillos. Bingo.

Solamente acompañada por su gran abrigo, una bailarina caminaba sola directo a su casa. Me acerqué a su lado aminorando la marcha y toqué mi bocina, pero ella no se detuvo. Continué mi lenta persecución siguiendo el ritmo de sus pisadas, ella en ningún momento había volteado a mirarme, así que era bastante obvio que debía identificarme.

Antes que ella llegue (PRÓXIMAMENTE EN LIBRERÍAS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora