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Como quien intenta mitigar una oscura fantasía onírica para que esta no cruce al plano real y cobre el entusiasmo de una perversidad, suspiré queriendo que se borrase de mi memoria.

Ya no tenía la edad correspondiente para una vergonzosa polución nocturna, pero supuse que el ansia por aquella señorita que había dejado mi lecho cálido había sido la causante de tan catastrófica situación.

El plan para ese día era de lo más ordinario, pero aquello no le restaba belleza, todo lo contrario. Solo tenía que pintar un poco, quizás encontrar algo de inspiración en un lunar forajido y resucitar un cortejo marchito. Levantándome y arrastrando los pies hasta la cocina, como tantas veces lo he hecho, la cafetera llena con su vaporosa carga me dio la bienvenida.

Era un hecho, la intromisión de Alicia a mis aposentos había cambiado todo en un sutil parpadeo que escaparía quizás a un ojo poco entrenado. El departamento dejó de ser un receptáculo mugriento de ideas para convertirse en un hogar con un agradable toque de cuidado.

Sirviéndome una taza de ese café tan amablemente proporcionado, pensé unos momentos en la próxima obra que podía plasmar. Ya había logrado explorar el cuerpo de Alicia a la perfección como para recordar, casi de memoria, sus movimientos y hasta el grosor de sus extremidades.

Quería pintar uno de sus pies en punta, quizás los dos, acordonados por las delicadas cintas que revestían sus pequeñas pantorrillas y hasta animarme a manchar con sangre el imaginario raso de sus zapatillas rosadas, significando el sufrimiento de su técnica o también mi lado sádico de saber lo que la bailarina sufría por dentro, lo desconocía, pero la idea era encantadora.

Cuando fui a sacar uno de los lienzos que almacenaba en la habitación de mi hija fue que lo recordé, no había hablado con Isabella en todos estos días, aquello me generó una monumental culpa que casi me obligaba a correr hacia el teléfono.

Marcando de memoria el número de la vivienda que antes yo mismo había habitado esperé impaciente a que su voz aguda cortara con el tono de espera, pero, para mi desgracia, su cariñosa madre fue la encargada de retumbar en mis tímpanos.

Siempre cariñosa y de por demás considerada, ni bien la dulce Vannesa escuchó mi matutino saludo no exclamó ninguna palabra y dejó chocar la bocina con dureza, supongo en la mesa, para luego anunciar con la fuerza de un grito mi llamada.

Podía escucharlo todo, un débil correteo llegó acompañado por un susurro mal disimulado que parecía una queja, cuando por fin un suspiro se oyó pude respirar aliviado. —Hola, Isa... ¿Cómo has estado?

—Ya te daba por muerto, pensaba que te encontrabas apestando todo el edificio tirado en el suelo.

Sin aguantarme la carcajada, reí animado. —Puedo imaginarme tu preocupación, hasta puedo deducir que pensabas en el código que debo tener en la cuenta bancaria, ¿Verdad? Quizás para regalarle una linda corona a mí tumba.

Ella respondió con la misma alegría que siempre la caracterizaba. —Sí, lo pensé, ya sabes lo que dicen... La tristeza siempre es igual en cualquier lugar, pero no me molestaría llorarte sobre un lindo auto nuevo.

Tratando de obviar ese mensaje encapsulado, solo pude responder con la única pregunta que realmente me interesaba. —¿Cómo ha estado la nueva bailarina de la compañía?

—Genial, por suerte parece que ya no estoy enferma, mamá me ha estado cuidando y ya casi no queda nada para acabar la escuela y mudarme para allá.

—Me puedo imaginar la alegría de tu madre al saber que escaparás de sus dominios.— Acompañando mi sarcasmo con una débil carcajada, proseguí. —Aquí todos te esperamos ansiosos, pero, por favor, intenta no deber ninguna asignatura. Así puedes llegar tranquila, con tu título bajo el brazo sin deberle nada a nadie.

Antes que ella llegue (PRÓXIMAMENTE EN LIBRERÍAS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora