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Por fin lo había terminado, la obra de la vergüenza, tal y como la había apodado por la negativa de Alicia a mirarla, ya estaba lista en el asiento de atrás de mi auto.

La sensación era maravillosa, en el pequeño lapso de tiempo que llevaba trabajando con mi modelo había compuesto siete de once cuadros que, seguramente, me quitarían de las manos a un muy alto precio.

No me malentiendan, el hacer algo que uno ama es fantástico, pero que te paguen por ello es infinitamente mejor.

Con el aroma del aguarrás asaltándome por la espalda y la imposibilidad de abrir la ventana del coche para no morir congelado, llegué al museo viendo algunas caras bastante conocidas sorprendidas por mi presencia.

Los saludos fueron necesarios, al igual que los buenos deseos por el aniversario de mi natalicio.

La rutina en ese día era poco clara; la bailarina se había marchado temprano a cumplir con sus obligaciones, mientras que yo, a causa del molesto ruido de la urbe, no pude volver a pegar un ojo. El tiempo restante lo había ocupado para terminar la última obra y, siendo las cuatro de la tarde, ya no tenía más nada que hacer además de almacenarla.

Dejé el lienzo en el taller y, buscando ideas en las cuales perder el tiempo, me dirigí a mi vieja oficina.

Allí estaba yo en una habitación un tanto polvosa revisando la correspondencia que alguien había lanzado por debajo de mi puerta. Solicitudes, notificaciones, acuerdos, pedidos y una decena de recados.

Caminando hasta la mesa, ya con bolígrafo en mano, comencé a firmar una por una, más luego las entregaría a la recepción. Algunos documentos solicitaban ser oficializados, no solo por mi mero grafema, sino por el escudo registrado de nuestra noble institución.

Buscando el sello del museo en la cajonera, me fue imposible no suspirar cuando una foto apareció. Llena de polvo y condenada al olvido, la postal enmarcada de una familia feliz me miraba desde su receptáculo de manera.

Una infante de por demás feliz sostenía una muñeca mientras que su madre y su padre sonreían de manera amplia para la posteridad.

¿En qué momento la sonrisa de Vanessa había desaparecido? —Me pregunté a mí mismo sin hallar respuesta.

Imposible de obviar y más aún de olvidar, los recuerdos de sus gritos resonaron en mi cabeza. Sí, había causado su infelicidad sin darme cuenta, pero también ella me había brindado las peores experiencias de mi vida.

Sabiendo que pronto su capítulo estaría terminado, con algo de rabia saqué su foto del portarretratos y empecé a doblarla repetidas veces intentando que esta se cortara y abandonase la imagen, solo dejándome a mí al lado de la pequeña Isabella.

De repente, con una fuerza abismal, la puerta se abrió provocándome un ligero sobresalto.

— ¡Tú!

Bastante apresurado, Fabio apareció regalándome su expresión cansada mientras que se apresuraba a llegar ante mi escritorio. — ¿Qué te sucedió? Parece que tienes días de muerto.

— ¡Tú me sucediste, Leonardo! Hace días que te estoy llamando y no me contestas. — Arrastrando las palabras, tal y como siempre lo hacía, Fabio me lanzó un pequeño resma de hojas atrapado en una carpeta. — Firma esto.

Excusándome, solamente dije la verdad. — Discúlpame, últimamente solo ando enfocado en la exposición.

—Sí, lo sé, allí está la fecha que te asignaron para ocupar la galería.

Apuntando con el dedo un reglón en particular de esas hojas, resaltó el día y horario en cual tendría los muros de la primera ala del museo solamente para mi exclusividad. Robándome una sonrisa al momento en que lo leí, tuve que decirlo en voz alta. — Primero de octubre.

Antes que ella llegue (PRÓXIMAMENTE EN LIBRERÍAS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora