Epílogo

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15 años después...

—Aiden, estoy muy nerviosa —admitió mi esposa, un poco ansiosa.

—Tranquila, Mia. Todo saldrá bien. —Froté sus brazos para intentar calmarla.

Estábamos detrás del escenario, esperando que los presentes se acomodaran en sus asientos.

—Esto está lleno —comentó Sam animadamente, haciendo acto de presencia.

Mia expulsó un suspiro exagerado y entrecortado.

—Sam, por favor. Ella está nerviosa —la reprendí.

—No te preocupes, Mia —dijo, haciendo un ademán con la mano para restarle importancia—. Si te caes del escenario, ahí estaré yo para levantarte, después de que me ría, obviamente.

—Gracias, Sam. Siempre es bueno contar contigo —replicó Mia sarcásticamente.

—Para eso estamos las amigas —respondió ella, entre despreocupada y divertida.

Escuchamos que anunciaban a Mia para que subiera al escenario.

—Ya es hora —musitó ella.

—Suerte —soltó, Sam marchándose a su asiento.

—Mucha suerte, muñeca. —Le di un casto beso y me marché a mi asiento.

El lugar era muy bonito. Era un prado considerablemente grande con el pasto recién cortado. Había árboles y jardines repletos de coloridas flores. Creo que había seleccionado un excelente lugar.

El escenario estaba ubicado al aire libre, fuera de la enorme instalación que era el centro del prado y el motivo por el que estábamos aquí hoy.

Había muchas sillas perfectamente ordenadas y muchísima gente, incluida la prensa. Los fotógrafos comenzaron a hacer su trabajo cuando Mia apareció en el escenario.

Los años no le habían quitado ni un ápice de belleza. Yo continuaba enamorado de ella como un condenado.

Se parecía mucho a aquella chica que conocí, aunque ahora era más fuerte y segura, además de que se había cortado el cabello, ahora lo tenía un poco más abajo de los hombros.

Ella se posicionó frente al micrófono.

—¡Mira, papi! ¡Es mami! —exclamó, emocionada, mi hija al sentarse en mis piernas mientras señalaba a su madre en el escenario.

—No seas escandalosa, Clarissa. El acto ya va a comenzar —la reprendió mi hijo mayor, sentado a mi lado.

Mi primogénito, James, tenía el cabello rubio igual que yo y había heredado la heterocromía central de su madre. Tenía 9 años, pero era muy maduro y responsable para su edad. Su carácter era muy parecido al de Mia. Era callado, inteligente y observador. No demostraba mucho sus emociones, pero adoraba a su hermana menor. Cuidaba de ella todo el tiempo, aunque a veces discutían un poco. Decidimos llamarlo James porque, a pesar de todo, él siempre sería mi padre.

—No seas envidioso, James. Papá me carga y a ti no —replicó mi hija, sacándole la lengua a su hermano en un gesto infantil.

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