Capítulo 22

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Habría tenido que sentir al menos algo de miedo. El vello en sus brazos habría tenido que levantarse y una trepidación de incertidumbre recorrer su espalda, por lo menos, luego de ver en los monitores de las cámaras de seguridad lo que todos vieron: a un solo hombre encapuchado, sin ninguna prenda de protección y armado con nada más que un sable Jedi, acabando con toda la tropa de Dark Troopers.

Y no era solo el hecho de que hubiera acabado con dieciocho de esas máquinas, cuando una sola era casi indestructible... Era la facilidad con que lo había hecho, tal y como si estuviera jugando. Blandía el láser como si éste encarnara su voluntad, pero también manipulaba los objetos su alrededor desplazándolos, proyectándolos o destrozándolos, como si pudiera doblar la realidad misma.

En un momento había aplastado a uno de los droides con una energía invisible que solo podía provenir de él mismo, de una forma en que cien atmósferas no habrían podido hacerlo.

Este Jedi tenía un tipo de poder que Larr no se habría atrevido a imaginar que existiera ni siquiera en la fantasía. O de existir, no habría pensado posible que lo poseyera una sola persona. Era una visión que nunca sería capaz de entender, ni de borrar de su mente.

De modo que cuando el último Dark Trooper terminó de caer y se abrieron las puertas del puente de mando, habría tenido que sentirse aprehensivo, como menos, pero no lo hizo. No solo porque el encapuchado apagara el particular sable verde y lo devolviera a su cinto, ni porque su postura se tornara completamente pacífica... había algo en este hombre que no permitía que las emociones corrieran desbocadas. Tratándose de un Jedi, imaginó que debían ser cosas de La Fuerza.

Entonces el sujeto llevó las manos a la capucha y la bajó, y Larr terminó de olvidar cualquier preocupación. No solo era este hombre extraordinariamente joven, suave de rostro, con ojos azules y cabello liso y arenado, sino que a pesar de haber mostrado una fuerza destructiva similar a la de un misil de baradium, su expresión estaba llena de la más pacífica serenidad.

Larr había visto una expresión similar en pocas personas en su vida, todas de una inmensa sabiduría. Una de ellas había sido Ahsoka Tano. La otra estaba en sus brazos en ese momento.

Tragó fuerte y bajó la mirada a Grogu, y éste levantó los ojos a él.

Este no era cualquier Jedi... Era el que el pequeño convocara en las ruinas de Tython.

Din llegó a su lado, bajando su arma. Miró al niño de la misma manera y preguntó al recién llegado:

- ¿Eres un Jedi?

- Es correcto – respondió el joven. Pasó la mirada sobre todos ellos, hasta que llegó a Grogu. Sus ojos eran extraordinariamente gentiles, cuando extendió una mano hacia él. – Ven, pequeño. Es hora de irnos.

Larr se obligó a respirar profundamente.

Esa noche en Nevarro, cuando Din y él hicieran de todo para conseguir que el pequeño se durmiera, y mientras el mandaloriano reposaba a su lado, Larr había pasado horas sin dormir, a pesar de su propio agotamiento.

Durante horas y horas había esquivado el sueño pensando en el exacto momento en que alguien (en su imaginación, un puñado de personas sin rostro) apareciera para llevarse al niño, ese niño al que hacía solo unos minutos cantara una canción de cuna de su infancia que pensaba olvidada. Había pensado en lo que sentía que era suyo y en lo que quería que fuera suyo. Había pensado en lo que era ese deseo realmente, en lo que una emoción desbocada le hacía sentir que necesitaba, y lo que una emoción madura y nacida directamente del amor le indicaba que era lo correcto.

Había sido un ejercicio terrible y necesario, que lo había llevado a forcejear contra viejos fantasmas y a tomar la elección consciente de no llamar a Grogu, ni en una sola ocasión, "mi hijo" o "mi bebé". Y aún así, aún siendo ajeno a lazos de posesión, sentía su amor inalterado, incondicionalmente aceptado.

De improbabilidades y órbitasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora