EPÍLOGO - Parte 3

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Comenzaba a caer el ocaso cuando Larr regresó. Se despidió de un comité que le parecería siempre innecesariamente solemne y numeroso, y descartó cualquier ofrecimiento adicional que le hicieran, queriendo ingresar pronto a la mansión para liberarse por un rato del atosigamiento de la atención incesante. Dio un asentimiento a los guardias que se pusieron firmes y abrieron las puertas para él y, una vez éstas se cerraron a su espalda, se apoyó en una mesa central del recibidor y exhaló profundo. Necesitaba un trago.

Después de buscarlo, encontró a Din en un diván en la terraza más amplia.

Algo definitivamente importante había pasado en su día, porque se veía como un hombre completamente distinto: vestía únicamente un pantalón de lana y una camisa sencilla, las mangas dobladas sobre los antebrazos, un par de botones abiertos en el pecho y zapatos ligeros en vez de botas de combate. Parecía quien habría sido de no haber sido nunca un huérfano de guerra rescatado por mandalorianos.

Pero incluso sin que hubiera sobre él rastro de beskar ni de armas, aunque solo hubiera cicatrices, sus manos endurecidas cruzadas en su regazo, un perfil regio y una mirada fatigada fija en la puesta del sol, Theo se dio cuenta de que Din era íntegramente mandaloriano, el tipo de persona de este Credo que no estaba hecha por su armadura ni por su temida reputación.

Tragó, perplejo por la fuerza de la visión.

El motivo de su fascinación se volvió, blandiendo una de ésas sonrisas.

– No te oí llegar – le dijo con tono gentil y, aunque lo supiera, a Larr lo maravilló darse cuenta de que este hombre estaba feliz de verlo.

Se quitó los guanteletes de la armadura y los lanzó sobre una mesa baja, ansioso por ir a su lado. Se quitó la corona y fue a ponerla sobre un aparador, pero se paralizó al notar lo que había allí: entre una pila de libros y la pequeña estatuilla de un pastor llevando a una bantha de las riendas, estaba el Sable Oscuro. Din lo habría activado y hecho algunos movimientos con él entonces, supuso. Puso su corona al lado del arma y fue junto al otro hombre. Acarició su cabello y le dio una sonrisa, tocando su rostro con los nudillos, lo que le sacó una expresión igual.

- Te ves hermoso – le dijo sin intentar cohibirse.

- ¿En serio?

Larr asintió.

- Sí. El guapo esposo de alguien con suerte.

Din sonrió más ampliamente, las esquinas de sus ojos arrugándose, y tomó su mano para besar su palma. Sin soltarlo se volvió al paisaje. Larr se sentó a su lado y lo imitó.

- Te ves cansado – comentó tras unos momentos.

- Fue un día largo.

- ¿Un buen día?

- Eventual – exhaló Din.

- ¿Ah, sí?

- Seguro – hizo un gesto de circunstancias. – Tu guardia está llena de psicópatas, por si no lo sabías.

- Hmm – Larr apoyó los codos sobre las rodillas. – Genial.

- Y el encargado de los puentes debería echarle un ojo a las áreas rurales del lado Este.

- Presiento que hay toda una historia tras eso – Larr alzó las cejas. – ¿Algo más?

- Sí: los lantharianos en general parecen odiarme, o por lo menos desconfiar por completo de mí.

Larr dio una risa nasal que no tenía nada de humor.

- Odian a casi todo el mundo – admitió. - Mientras más desconocido, mucho peor.

De improbabilidades y órbitasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora