Cinco.

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     Con el corazón latiendo frenéticamente y el miedo a flor de piel, tocaba el rostro de la mujer que creía haber atropellado

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     Con el corazón latiendo frenéticamente y el miedo a flor de piel, tocaba el rostro de la mujer que creía haber atropellado. La lluvia que caía cada vez más intensa no le dejaba ver su rostro con claridad.
     No estaba actuando con cordura y era por el terror de haber matado a un ser humano por la distracción.

     Instintivamente y como todo buen doctor, colocó sus dedos bajo el mentón, sobre su cuello, para sentir así con alivio que seguía teniendo pulso. Era evidente que la muchacha estaba inconsciente y debía ser tratada, pero el Dr. Agreste a sus veinticinco años ya era conocido en todos los recintos de salud en Nueva Orleans. ¿Qué dirían si entraba con una niña desmayada en brazos? Se pondría tan nervioso que bobamente se delataría, además de que el recinto más cercano era donde trabajaba y lo más probable era que fuera atendida por el incompetente de Camilo del Valle.

-Vamos Adrien, eres un buen doctor -con cuidado posó una mano bajo la espalda de ella y la otra bajo sus rodillas, para de esa manera tomarla y apegarla a su cuerpo, con el fin de que no se mojara más de la cuenta. Recostó a la muchacha en los asientos de atrás, buscando ya con todo el cuerpo mojado una frazada en la maletera para taparla-. ¿En qué me he metido? ¡En qué me he metido! -murmuraba asustado mientras envolvía el cuerpo de la chica y la acostaba otra vez, colocándole dos cinturones de seguridad para evitar que se cayera.

     Con las manos temblando y empapado, entró al auto, se colocó el cinturón de seguridad y arrancó. La barbilla le temblaba y cada dos segundos miraba por el espejo retrovisor para asegurarse de que la chica estaba bien.

     No tardó tanto en llegar a su casa, estacionando rápidamente el auto en el garaje para que ningún vecino viese que bajaba un cuerpo inerte de su automóvil. El rubio había dejado el rostro de la muchacha en su cuello, para que pudiese estar firme.
     Sin saber mucho qué hacer, caminó hacia su habitación donde tenía una cama grande. Con el dedo temblando encendió la luz, sintiéndose como un delincuente por llevarla ahí.

     Cuidadosamente la acostó mientras partía rápidamente al automóvil en busca de su maletín. Allí tenía todos los implementos necesarios para revisarla.
     Sabía que si seguía con la ropa mojada iba a enfermarse, pero no se atrevía a tocarla, era una total desconocida. Sin importarle mucho aquello, se colocó el estetoscopio para auscultarla, sus latidos eran arrítmicos.

-Sólo ha sufrido un desmayo -decía murmurando con miedo, acercándose con cuidado a su cuello para ver que no habían señales de alguna herida. Sólo la frente le sangraba imperceptiblemente por haberse dado contra la calle. Rápidamente de un botiquín sacó algodón, alcohol para desinfectar y una bandita-. Mamá siempre tenía razón, los botiquines de emergencia son útiles -meticulosamente repasó el algodón para retirarle algún rastro de sangre, posando con cuidado sus dedos sobre la piel de la muchacha, luego con otra porción de algodón le colocó el alcohol para desinfectar-. Perdóname, estaba distraído -decía afligido. Él, que siempre se preocupaba del bienestar de sus pacientes, jamás cometía actos estúpidos como darles con el auto. No, había alcanzado a frenar y no la atropelló.

Bitter Sweet Symphony || Adrinette AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora