CAPÍTULO 4: Íncubo.

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Un susurro llamaba por mi nombre, era escalofriante y cada vez que escuchaba esas palabras musitar, mi piel se helaba. Sin importar qué tantas veces sonara no quería abrir los ojos. El ambiente olía a peligro y el frío acariciaba mi piel con sutilés provocándome sensaciones únicas de temor, podía suponer que fuera lo que fuera que me rodeara no era piadoso. Estaba sentada en lo que parecía una silla delgada de madera con las piernas abiertas y atadas a cada pata de ésta, no sentía mucha ropa puesta en mí, lo que sí un corset, al parecer de cuero por su textura rígida apretaba mi cintura, marcaba mi pecho y me estiraba la espalda, mi cabello suelto se movía al ritmo del viento que danzaba en la habitación de un lado a otro, se agilizaba sin ganas de detenerse, me envolvía el cuerpo y mimaba mi piel.

El susurro seguía suplicando mi nombre, seguía vociferando con ansiedad.

- Bice... –murmuró de nuevo.

Mi corazón empezó a acelerarse a un ritmo descomunal cuando sentí una mano acariciar el interior de mis muslos y el murmullo que me llamaba con voz pausada, ronca y masculina se escuchaba cada vez con más claridad. Ahí despejé mis dudas sobre a quién pertenecía esa voz.

De repente sentí la confianza para dejar que mi mirada observara la escena, pero para tal sorpresa cuando abrí los ojos estaba sola, sentada, atada a la silla de madera y desnuda, el corset solo cubría mi abdomen, era negro y de cuero, pero apretaba con cierta fuerza que me producía un placer incómodo. Cuando detallé el suelo mis pies tenían unos tacones de plataforma alta, oscuros y brillantes, frente a mí al fondo de la habitación, un halo de luz bañaba la silueta de un hombre, y aunque sabía quién era por sus susurros y la cicatriz en su abdomen, no podía detallar su cara. Estaba desnudo, pero las sombras no me dejaban apreciar algunas partes de su cuerpo, en su mano izquierda tenía un látigo con varias tiras al parecer plásticas y entre ellas se asomaba una hecha de metal, similar a una cadena delgada con taches a su alrededor.

En ese momento pensé en una única cosa. «Seré castigada».

Me asusté cuando el tipo dio el primer paso. No me había fijado en que mis manos estaban amarradas detrás de la silla, igual siquiera podría usarlas, las agité un poco y sentí como el nudo con el que estaba hecho era falso, así que podría liberarme en cualquier momento. Supongo que si él las amarró, lo hizo para que también pudiera detenerlo cuando yo quisiera.

A mi derecha algo comenzó a iluminarse; una gran hoguera que se consumía en llamas y encima de ella había un cuadro colgando que descendía atado de sus bordes a unas tiras de lana. En él se representaba a una mujer desnuda, con un cisne blanco entre sus piernas que la hacía gozar. Quería salvar la obra pero las llamas se alzaban fieras sin permitirme el paso y, aunque estaba amarrada, podría liberarme.

La obra era completamente esbelta, la mujer pintada disfrutaba al máximo del placer, se regocijaba entre unas sábanas blancas que transmitían comodidad y protección, por otro lado el cisne estaba completamente enfocado en hacerla disfrutar, se enredaba en su cadera y con sus alas acariciaba sus muslos.

Justo un momento antes de soltar el nudo que contenía a mis manos de moverse libremente el hombre desnudo se situó frente a mí. Envié la mirada hacia su rostro; tenía una barba de días, su cabello medio largo estaba desordenado, fruncía el ceño con sus delgadas y casi perfectas cejas, y su mirada oscura centraba un solo objetivo: mi entrepierna. Pero esa sensación de protección, ese hilo invisible que me empujaba a acercarme a la obra de arte en llamas volvió. Solté el lazo para intentarlo, no obstante, cuando dirigí la mirada de nuevo a la hoguera, ya era tarde, la obra se había consumido en el fuego.

Entonces desperté. Allí, acostada en mi cama, exhausta y asustada comprendí.

Yo era la mujer. Él, el cisne. La bestia entre mis piernas.

Adicción [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora