Capítulo I: El crepúsculo de la infancia

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Lentamente la luz del sol se colaba por la ventana. Debido a una mala distribución de su habitación, Nahuel tenía posicionada su cama de manera tal, que el primer rayo solar le pegaba directamente en el rostro. Evadiendo una persiana plástica y una cortina de tela gruesa. Esto hacía que el calor se puntualice más en su rostro, pero él no se quejó. Era un despertador natural al cual ya se había acostumbrado. Algunas veces cubría su rostro para seguir durmiendo, no obstante, en temporadas de mucho calor no era una buena decisión. Se levantó aún somnoliento, muy temprano para su rutina diaria que normalmente empezaba a las 11:00 AM. Hoy era un día especial y eso ameritaba que se levantara más temprano. De camino al baño escuchó el llamado de su madre. —Nahuel apúrate que estás con el tiempo justo.— él no contestó. Atento a no desorganizar mucho su peinado templó el rostro con agua fría. Con las ideas más claras y los dientes relucientes se vistió para la ocasión. Era el último día de una etapa concluida. Se trataba de la entrega de diplomas, dónde vería a muchos de sus vínculos con menor regularidad. Pensó que todos sus amigos y compañeros deberían sentirse un poco igual que él. Tristes pero al mismo tiempo realizados.

—Camina un poco más despacio, me estás dejando atrás— reclamó su madre.

Nahuel volteó para contestarle. —Primero me dices que me apure y ahora me obligas a ir más despacio. Quién pudiera entenderte— respondió fastidiado.

Entró antes que su madre, presuroso de que no le siguiera. Que lo vieran entrar con ella era motivo de burla suficiente para condenarle los últimos minutos de su nivel primario. Se desplazó entre la mayoría de sus compañeros que ya estaban sentados en sus lugares. Fue incómodo, se sintió observado, era uno de los últimos en llegar. Alberto, su mejor amigo le había apartado un asiento junto a él. —¡Acá!— gritó alzando el brazo. Siguió alternando sus piernas en aquel pasillo reducido, propinando algún que otro pisotón a los que permanecían en sus asientos. Se disculpó con algunos y con otros intercambio groserías. Cuando finalmente llegó junto a su amigo, buscó en todas las direcciones posibles. —¿A quién buscas?— preguntó Alberto. Nahuel bajó la mirada y se sentó de inmediato. —A nadie— mintió.

La entrega de los diplomas había comenzado. Los nombrados se ponían se pie y caminaban acompañados de aplausos y algún que otro grito de aliento. En el caso de Nahuel Ruiz, también los efusivos alaridos de algunas mujeres. Trató de no caer en vergüenza frente a sus maestros y caminó de regreso a su asiento esperando que el murmullo no lo distragera de sus pasos para tropezar. —¡Ese es mi campeón!— bromeó Alberto. —Esto es una mierda, no sigas— respondió al halago en voz baja. Tenía intenciones de sentarse, pero antes observó en todas direcciones. —¿A quién buscas?— volvió a interrogar su amigo. —¡Qué a nadie!— insistió repitiendo su mentira.

No tardó en llegar en nombre de Alberto Esteves y replicando el mal momento que su amigo le hizo pasar, Nahuel efusivo gritaba para incomodarlo. Al alborotado movimiento se sumó Ezequiel Gómez, un compañero en común. —¡¿Tanto escándalo van hacer?!— Alberto rojo como tomate tomó asiento de inmediato. Perderse nuevamente en la muchedumbre era imperativo. Los dos cómplices seguían riendo, hasta que finalmente, la risa de uno de ellos se silenció con el llamado de una compañera. —María Bandi—

Tanto Alberto como Ezequiel se dieron cuenta del abrupto gesto de Nahuel, que acompañó con aplausos el trayecto de su compañera de curso hacia su diploma. —Aplaudí más tranquilo que de seguir así se te caerán las manos— comentó con seriedad Gómez.

—Ahora sé a quién buscabas...— agregó Alberto para sumar incomodidad al asunto.

Nahuel no le respondió y siguió con su potente choque de palmas. —Mejor que aplaudan así cuando yo pase— advirtió otra miembro de su grupo. Era Fernanda Casciotto, que hasta el momento, había pasado inadvertida para el resto de los varones. A su lado estaba Astrid Lamas, también del mismo curso.

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