- IV -

122 13 6
                                    

02 - Escozor

El sol se había ocultado y la luna salía a lucir sus plateadas ropas. Otro pesado día más había llegado a su fin.

Entró a su habitación arrastrando sus pisadas con fatiga. Se dejó caer sobre el viejo colchón relajando su espalda unos instantes; haber pasado tanto tiempo de pie lo tenía destrozado. Rodó sobre sí mismo para quedar boca arriba y con su antebrazo izquierdo cubriendo sus ojos, exhaló por su boca sacando parte del estrés que había acumulado ese día.
   El cuarto desprendía un leve olor a humedad. Las paredes y el suelo estaban tapizados en alfombra beige y roja respectivamente. Era una habitación pequeña apenas para la funcionalidad de una persona. Tenía un reloj de pared empolvado, un pequeño escritorio, una silla de madera carcomida, una rechinante cama, dos pequeñas ventanas oxidadas y un baño sin puerta.

El joven se levantó de la cama de mala gana para acercarse al escritorio. Observó crítico el mapa que había puesto sobre él: un mapa de Italia —y por lógica, parte de sus países colindantes—. Tomó el lápiz de grafito rojo que se encontraba a su costado así como otro mapa más chico únicamente de la ciudad; en el más chico marcó una equis sobre el último punto que había visitado, y otra más en el mapa grande sobre el nombre de la ciudad.
   Enrolló el mapa grande y lo metió en su mochila, de la misma sacó un gordo tubo de papel y adjuntó el mapa chico a él. De igual modo, lo enrolló al tubo junto con otra docena de mapas chicos —cuyos en conjunto formaban el gran cilindro—, y los guardó dentro del orificio que formaba el mapa grande.

—Ahí va una ciudad más —soltó con cansancio. Había colocado sus palmas sobre el escritorio manteniendo su peso en sus brazos, su cabeza colgaba hacia el frente y sus ojos se encontraban cerrados. Un olor entre rancio y químicos atacaba su nariz; agachó más su cabeza lo más cercano a su pecho percatándose que dicha mezcla emanaba de su cuerpo—… Argh, qué horror.

Sobre la silla se encontraba reposando una maleta de tela color gris, alargada pero baja. De ahí sacó un cambio completo de ropa limpia y se dirigió al baño para tomar una ducha; necesitaba quitar de su cuerpo el sudor y el olor a medicinas.

Abrió la llave de la izquierda dejando caer agua caliente sobre su cuerpo. El vapor que empezó a acumularse en la habitación entró igualmente por su nariz, relajándolo. Pasó sus manos por toda su propia extensión para deshacerse de la suciedad y deslindarse —por un instante— de cualquier tipo de preocupación. Ahí sólo existían el vapor, el agua y él mismo.

Una vez hubo terminado su ducha, secó su cuerpo con una vieja toalla y se colocó la ropa limpia. Miró la hora, eran las 10:41 PM. Su cansancio ya no estaba —se había ido con el agua—, no quería dormir todavía, tampoco quería quedarse en la intimidad de sus abrumantes pensamientos. Tomó sus llaves y una sudadera justo antes de apagar las luces de su habitación y salir a la calle.

Era víctima de la frustración. Ese tiempo y esfuerzo también habían sido gastados en vano, como muchas veces anteriores; no estaba ahí. Cada día que transcurría se cansaba más y quería desistir de su búsqueda. El dinero escaseaba con mayor frecuencia. Su sueño disminuía, también su alimentación. A cada instante su vida se apagaba un poco más.
   Se había convertido en un ermitaño. Viajaba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, solicitando empleo en hospitales y centros o clínicas de salud. Se ofrecía en archivar y reordenar los expedientes médicos a cambio de un sueldo que le fuera suficiente para pagar su hospedaje y una comida al día. Tenía la esperanza que en alguno de aquellos expedientes u hojas membretadas encontrara el nombre de la persona que tanto estaba buscando. Podía haber llegado a uno de esos hospitales con alguna herida, o solicitando un medicamento; en el peor de los casos esperaba encontrar un certificado de defunción con aquel nombre escrito.

Tritone - Alberca/LubertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora