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—Milord, hay una visita en la puerta. Le he informado de que no se encuentra en casa, pero insiste en verlo.

La biblioteca estaba helada y a oscuras, salvo por la débil luz que provenía de los rescoldos de la chimenea. El fuego no tardaría en extinguirse... y sin embargo, Félix parecía incapaz de moverse para añadir otro leño, a pesar de que la pila estaba al alcance de su mano. Aunque la casa entera hubiera estallado en llamas, no hubiera bastado para calentarlo.

Se encontraba vacío y entumecido, como un cuerpo sin alma, y se enorgullecía de ello. Requería un talento especial que un hombre alcanzara su actual estado de depravación.

—¿A estas horas?— murmuró el rubio con actitud desinteresada mientras clavaba la vista en la copa de cristal tallado llena de brandy que sostenía en la mano para no mirar a su mayordomo. Entreteniéndose en girar el pie de la copa entre sus largos dedos.

Lo que quería esa desconocida no era ningún misterio. A pesar de que no había previsto plan alguno para esa noche, Félix se dio cuenta de que, por primera vez, no estaba de humor para acostarse con nadie.

—Deshazte de ella— ordenó con frialdad —Dile que mi cama ya está ocupada.

—Sí, milord.

El mayordomo se marchó y Félix se recostó de nuevo en el sillón, estirando las largas piernas por delante de su cuerpo.

Apuró el brandy de un sorbo mientras meditaba sobre su problema más urgente: el dinero... o, más bien, la falta de él. Sus acreedores se estaban volviendo cada vez más agresivos y no podía seguir ignorando la gran cantidad de deudas que había contraído. Puesto que sus esfuerzos por conseguir la fortuna que tanto necesitaba mediante un matrimonio con la señorita Chloé habían fracasado, tendría que conseguir el dinero de alguna otra persona. Conocía a algunas mujeres ricas que podrían concederle un préstamo a cambio de los favores personales que se le daban muy bien. Otra opción sería...

—¿Milord?

El rubio levantó la vista, ceñudo.

—Por el amor de Dios, ¿y ahora qué?

—La mujer no se marchará, milord. Insiste en verlo.

Agreste dejó escapar un suspiro exasperado.

—Si tan desesperada está, dile que pase. Aunque será mejor que le adviertas que lo único que va a conseguir de mí esta noche es un revolcón rápido y una despedida todavía más rápida.

—Eso no es precisamente lo que yo tenía en mente.

Una voz joven y nerviosa resonó a las espaldas del mayordomo, lo que reveló el hecho de que la persistente visitante lo había seguido.

La mujer rodeó al sirviente y entró en la estancia, oculta en el interior de un abrigo con capucha. Obedeciendo la orden implícita en los ojos de Félix, el mayordomo se retiró y los dejó a solas.


El rubio apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y observó a la misteriosa dama con mirada indiferente. Se le pasó por la mente la extraña idea de que tal vez llevara una pistola bajo el abrigo. Quizá fuera una de las muchas mujeres que habían amenazado con matarlo en el pasado... una que por fin había reunido el valor para llevar a cabo su juramento. Le importaba un bledo. Él mismo le daría permiso para que le disparara, siempre que lo hiciera como era debido y no lo estropeara todo con una chapuza.

Permaneció relajado contra el respaldo del sillón y murmuró;

—Quítese la capucha.

Ella alzó una mano delgada y pálida para obedecer. La capucha se deslizó sobre un cabello muy oscuro pero que gracias a la poca luz del fuego, vio que tenía matices celestes, tan celestes que seguro eclipsaba el azul del cielo despejado.

Félix sacudió la cabeza con asombro cuando reconoció a la joven. Se trataba de esa ridícula criatura de la fiesta en Stony Cross Park. Una chiquilla tímida y tartamuda que, con su cabello azul y su delicada figura, podría convertirse en una compañía agradable siempre que mantuviera la boca cerrada. En realidad, nunca habían hablado. La señorita Dupain-Cheng, recordó... aunque nunca se había preocupado por averiguar su nombre de pila; y si lo había hecho, lo había olvidado nada más escucharlo. La muchacha tenía los ojos más grandes y redondos que hubiera visto jamás, como los ojos de una muñeca de cera... o los de una niñita.

La mirada de la señorita Dupain-Cheng vagó con lentitud por su rostro, sin dejar de ver los moratones que aún le quedaban como recuerdo de la pelea con Luka Couffaine.

»Estúpida« Pensó el rubio con desprecio, preguntándose si habría ido allí para reprenderlo por haber secuestrado a su amiga. No. Ni siquiera ella podría ser tan tonta como para arriesgar su virtud y, hasta donde ella sabía, su propia vida al presentarse sola en su casa.

—¿Ha venido a la guarida del diablo, querida?— preguntó.

Ella se acercó con expresión decidida y, sorprendentemente, sin rastro de miedo.

—Usted no es el diablo. No es más que un hombre. Uno con bas-bastantes defectos.

Por primera vez en muchos días, Félix sintió el leve impulso de sonreír. Una llama de renuente interés se avivó en él.

—Sólo porque el rabo y los cuernos no se vean, niña, no significa que deba descartar esa posibilidad. El diablo se oculta bajo muchos disfraces.

—Pues entonces estoy aquí para hacer un trato— Hablaba muy despacio, como si tuviera que pensar cada palabra antes de pronunciarla —Tengo una propuesta para usted, milord.

Y se acercó al fuego, emergiendo de las sombras que los rodeaban a ambos.



𝑨 𝑴𝑬𝑹𝑪𝑬𝑫 𝑫𝑬 𝑳𝑨 𝑷𝑨𝑺𝑰𝑶𝑵Donde viven las historias. Descúbrelo ahora