Félix se levantó y se dirigió al lavamanos con piernas temblorosas. Se sentía aturdido, inseguro, como si fuera él quien acababa de perder la virginidad. Después de tantas aventuras amorosas, creía que ya no le quedaba nada por experimentar. Estaba equivocado. Para un hombre para quien hacer el amor era una mezcla experta de técnica y coreografía, había sido toda una sorpresa encontrarse a merced de su propia pasión. Tenía intención de retirarse en el último momento, pero el deseo lo había cegado tanto que se había olvidado. Mierda. Eso no le había pasado nunca.
Tomó con torpeza una toalla de lino para mojarla en el agua fría de la vasija. Para entonces, su respiración había recuperado la normalidad, pero no estaba nada tranquilo. Después de lo que acababa de pasar, debería olvidarse del sexo por unas horas. Pero no había tenido suficiente. Había tenido el orgasmo más largo, persistente y espectacular de su vida, y aun así no había colmado su necesidad de poseerla, de penetrarla. Era una locura. Pero ¿por qué? ¿Por qué con ella?
Ella tenía la clase de figura que siempre le había gustado, delicada y firme, con unos muslos bien torneados que lo rodearan. Y su piel era tan suave como el terciopelo, con pecas doradas esparcidas como chispas festivas. El vello púbico tan oscuro y sedoso como el cabello... Sí, eso también era irresistible. Pero las bondades físicas de Bridgette Dupain-Cheng no explicaban del todo el extraordinario efecto que ejercía en él.
Excitado de nuevo, el ojiverde se restregó bien con la toalla fría y tomó otra para llevársela a la joven, que yacía medio acurrucada de costado. Para su alivio, parecía que no iba a haber lágrimas ni quejas virginales. Parecía más pensativa que afectada. Lo miraba intensamente, como si intentara resolver un misterio. Él le musitó que se girara boca arriba y le lavó la sangre y los fluidos entre las piernas.
A ella no le resultaba fácil estar desnuda delante de él. Félix vio el sonrojo que le subió a las mejillas en una rápida oleada. Había conocido muy pocas mujeres que se ruborizaran por ese motivo. Siempre había elegido mujeres expertas, ya que no le gustaban demasiado las ingenuas. No por una cuestión de moralidad, por supuesto, sino porque las vírgenes eran, por ley, bastante desabridas en la cama. Pero aquélla era una excepción, muy notable.
Dejó la toalla y apoyó las manos a cada lado de los hombros de la ojiazul. Se estudiaron con curiosidad. Se percató de que a ella no le incomodaba el silencio; no intentaba llenarlo como la mayoría de mujeres. Un punto más a su favor. Se inclinó hacia ella sin dejar de mirarla a los ojos, pero al agachar la cabeza, una especie de gruñido interrumpió el silencio. Era el estómago de su flamante esposa, que protestaba de hambre. Más sonrosada aún, si eso era posible, ella se cubrió el vientre con las manos como para acallar el terco ruido.
Una sonrisa iluminó el rostro del rubio, que le besó el ombligo y anunció:
—Pediré el desayuno, cariño.
—Brid— murmuró la peliazul a la vez que se tapaba con las sábanas hasta las axilas —Así es como me llama mi padre.
—Llámame Félix— repuso él con una sonrisa.
Bridgette alargó la mano despacio, como si él fuera un animal salvaje que fuera a echar a correr si se asustaba, y le acarició el pecho con suavidad.
—Ahora somos realmente marido y mujer.
—Sí. Que Dios te ayude— dijo el ojiverde, bajando un poco la cabeza, encantado con sus caricias —¿Salimos hoy hacia Londres?
Ella asintió.
—Quiero ver a mi padre.
—Será mejor que elijas las palabras con cuidado cuando le expliques que soy su yerno— dijo —Si no, la noticia podría acabar con él.
ESTÁS LEYENDO
𝑨 𝑴𝑬𝑹𝑪𝑬𝑫 𝑫𝑬 𝑳𝑨 𝑷𝑨𝑺𝑰𝑶𝑵
Romance-𝑨 𝒗𝒆𝒄𝒆𝒔 𝒔𝒖𝒄𝒆𝒅𝒆 𝒒𝒖𝒆 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒆𝒎𝒑𝒊𝒆𝒛𝒂 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒖𝒏𝒂 𝒍𝒐𝒄𝒖𝒓𝒂, 𝒔𝒆 𝒄𝒐𝒏𝒗𝒊𝒆𝒓𝒕𝒆 𝒆𝒏 𝒍𝒐 𝒎𝒆𝒋𝒐𝒓 𝒅𝒆 𝒍𝒂 𝒗𝒊𝒅𝒂. A Bridgette Dupain-Cheng, la más tímida de su grupo de amigas, le toca buscar marido. Cuando...