𝐶𝐴𝑃𝐼𝑇𝑈𝐿𝑂 8

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Félix estuvo tentado de dejar a Bridgette en el club con su padre e irse a su casa, situada a poca distancia de St. James. Era difícil resistirse al atractivo de su tranquila y confortable residencia. Quería comer en su propia mesa, y relajarse delante de la chimenea con una de sus batas de seda forradas de terciopelo. Al cuerno con la testaruda de su esposa; que tomara sus propias decisiones y aprendiera a vivir con las consecuencias.

Sin embargo, mientras deambulaba por la galería del primer piso, con cuidado de que no lo vieran desde la planta baja, sintió una curiosidad molesta, como cuando se tiene una piedra en el zapato. Se situó junto a una columna para observar el trabajo de los repartidores de cartas y el del supervisor general para, desde su rincón, controlar el juego y lograr que todo siguiera el ritmo adecuado. La actividad en las tres mesas de juego parecía un poco lenta. Faltaba alguien que animara las cosas y creara un ambiente que incitara a los clientes a jugar más y más deprisa.

Las desaliñadas prostitutas de la casa se paseaban despacio por la sala y se detenían aquí y allá para engatusar a los clientes. Al igual que las comidas del aparador lateral y el bar, las mujeres eran una opción gratuita para los socios. Si un hombre necesitaba una mujer para consolarse o para celebrar, subía con una prostituta a una de las habitaciones del piso de arriba.

El ojiverde observó con detenimiento las mesas de juego y el bar. Había señales de que era un negocio en decadencia. Félix supuso que, al caer enfermo, Dupain no había nombrado a un sustituto digno de confianza, salvo su encargado Clive Egan, que era inepto, deshonesto o ambas cosas a la vez. El rubio quería ver los libros contables, los ingresos y gastos, los datos financieros de los socios, las listas de cobros, las deudas, los préstamos, los créditos..., todo lo que contribuyera a completar un panorama de la situación económica del club.

Al voltearse hacia la escalera, vio al gitano Claude Rohan en la penumbra de un rincón. Félix se quedó callado para obligarlo a hablar primero. Claude lo hizo con educación y sin desviar la mirada.

—¿Puedo ayudarlo, milord?

—Puede empezar por decirme dónde está Egan.

—En su habitación.

—¿En qué estado?

—Indispuesto.

—Ya veo. ¿Se indispone a menudo?

El gitano no dijo nada, pero sus ojos azulinos se llenaron de recelo.

—Quiero la llave de su oficina— pidió el ojiverde —Echaré un vistazo a los libros contables.

—Sólo hay una llave, milord— repuso Rohan, estudiándolo con curiosidad —Y la tiene el señor Egan.

—Consígamela.

El otro arqueó las cejas.

—¿Quiere que robe a un hombre que está borracho?

—Será más fácil que si estuviera sobrio— comentó Félix con ironía —Y no es ningún robo, ya que la llave técnicamente, es mía.

—Yo soy leal al señor Dupain. Y a su hija— Su expresión se endureció.

—Yo también— No era cierto, por supuesto. El rubio era leal básicamente a sí mismo. La ojiazul y su padre figuraban en un lejano segundo y tercer lugar de la lista —Tráigame la llave, o prepárese a seguir los pasos de Egan cuando se vaya mañana.

El aire estaba cargado de desafío masculino. Sin embargo, pasado un instante, Claude le dirigió una mirada de hostilidad y curiosidad. Cuando se dirigió hacia la escalera a pasos rápidos, no fue por obediencia, sino más bien por el deseo de averiguar qué se proponía Félix.

𝑨 𝑴𝑬𝑹𝑪𝑬𝑫 𝑫𝑬 𝑳𝑨 𝑷𝑨𝑺𝑰𝑶𝑵Donde viven las historias. Descúbrelo ahora