𝐶𝐴𝑃𝐼𝑇𝑈𝐿𝑂 9

206 18 4
                                    



Bridgette nunca supo dónde había dormido su marido la primera noche, pero sospechaba que en algún lugar cómodo. Su propio descanso no había sido nada tranquilo, ya que la preocupación la había despertado con una regularidad precisa. Había ido varias veces a ver cómo estaba su padre, le había dado sorbos de agua, arreglado las sábanas, administrado medicina cuando la tos le empeoraba. Cada vez que se despertaba, Dupain miraba a su hija con renovada sorpresa.

«¿Estoy soñando, bonita?», le preguntaba, y ella le respondía con palabras cariñosas y le acariciaba la cabeza.

Con los primeros rayos de sol, la ojiazul se lavó, se vistió y se hizo una trenza que se recogió en un moño en la nuca. Llamó a una sirvienta y le pidió huevos cocidos, caldo, té y toda la comida especial para un enfermo que pudiese tentar el apetito de su padre. Las mañanas eran tranquilas y silenciosas en el club, ya que la mayoría de empleados dormía después de haber trabajado hasta altas horas de la madrugada. Sin embargo, siempre había un personal mínimo para las tareas ligeras. Cuando no estaba el cocinero, se quedaba un ayudante en la cocina para preparar comidas sencillas a quienes las solicitaran.

Oyó la tos áspera de su padre. Corrió hasta su habitación y lo encontró tosiendo agitadamente en un pañuelo. Las convulsiones angustiosas de su pecho le dolieron como si fueran propias. Rebuscó entre los frascos de la mesita de noche el jarabe de morfina y lo vertió en una cuchara. Al pasar un brazo por la nuca sudada de su padre para levantarlo, volvió a sorprenderla lo poco que pesaba, y notó cómo el cuerpo se le tensaba para intentar contener otro ataque de tos. Los temblores posteriores le sacudieron la cuchara y la medicina cayó sobre las sábanas.

—Lo siento— murmuró Brid, y secó el jarabe pegajoso antes de volver a llenar la cuchara —Vamos, papá, poco a poco.

El cuello venoso de su padre se movió al tragar la medicina. Después, le arregló las almohadas mientras él tosía un poco más.

La peliazul lo recostó y le puso un pañuelo limpio en la mano. Contempló su cara demacrada, con su bigote y barba canosa en busca de algún signo de su padre en aquella figura irreconocible. Siempre había sido corpulento y firme, incapaz de mantener una conversación sin el uso expresivo de las manos con gestos propios de un ex boxeador. Ahora era la sombra pálida de ese hombre, con la piel grisácea y flácida debido a la pérdida rápida de peso. Sin embargo, los ojos azules eran los mismos: redondos y oscuros, del tono del mar de Irlanda. La familiaridad de esos ojos la tranquilizó.

—He pedido el desayuno— murmuró sonriendo —Enseguida lo traerán.

Thomas Dupain meneó la cabeza para indicar que no tenía hambre.

—Oh, sí— insistió su hija, medio sentada en la cama —Tienes que comer algo, papá.

Le secó una gota de sangre de la comisura de los labios con un pañuelo. Su padre frunció el ceño.

—Los Cheng— dijo con voz áspera —¿Vendrán a buscarte, Brid?

—Los he dejado para siempre— respondió ella con satisfacción —Hace unos días me escapé para ca-casarme en Gretna Green. Ya no tienen ningún poder sobre mí.

—¿Con quién?

—Con Félix Agreste, el lord de St. Vincent.

Llamaron a la puerta y entró la sirvienta con una bandeja cargada de platos. La joven se levantó para ayudarla y retiró algunas cosas de la mesita de noche. Vio cómo su padre evitaba el olor de la comida, a pesar de lo desabrida que era, y lo compadeció.

—Lo siento, papá, pero tienes que tomar un poco de caldo.

Le puso una servilleta sobre el pecho y le acercó el tazón caliente a los labios. Tras tomar unos sorbos, su padre se recostó en las almohadas y la observó mientras ella le secaba la boca, a la espera de una explicación. Bridgette sonrió con tristeza. Lo había pensado; no había ninguna necesidad de fingir un romance. Su padre era un hombre práctico, y es probable que nunca hubiera esperado que su hija se casara por amor. Desde su punto de vista, tenías que tomarte la vida como venía y hacer lo que fuera necesario para sobrevivir. Si encontrabas algo de placer por el camino, debías aprovecharlo, y no quejarte después cuando tuvieras que pagar el precio por haberlo hecho.

𝑨 𝑴𝑬𝑹𝑪𝑬𝑫 𝑫𝑬 𝑳𝑨 𝑷𝑨𝑺𝑰𝑶𝑵Donde viven las historias. Descúbrelo ahora