𝐶𝐴𝑃𝐼𝑇𝑈𝐿𝑂 19

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Bridgette tuvo muchas dudas sobre su decisión de no permitir al doctor Hammond proceder como creyera apropiado. Después de la despedida del médico, el estado de salud del ojiverde fue empeorando: la herida se le inflamaba y la fiebre le seguía subiendo. A medianoche ya no estaba sensato. Los ojos le brillaban de modo inquietante en la cara enrojecida por la fiebre. Miraba a la ojiazul sin reconocerla mientras balbuceaba incoherencias y hacía confesiones sombrías que despertaban su compasión.

—Calma...— susurraba a veces —No es así, Félix.

Pero él insistía con una desesperación terrible. Su mente atormentada sacaba a relucir más y más cosas hasta que finalmente Brid desistió de intentar acallarlo y le apretó las manos entre las suyas mientras oía con paciencia su amarga letanía. Estando consciente él jamás habría permitido que nadie viera su yo interior desprotegido, pero la peliazul sabía tal vez mejor que nadie, lo que era vivir en una soledad desesperada, anhelando una relación, una sensación de plenitud. Y también sabía hasta qué punto se había hundido el rubio en esa soledad.

Pasado un rato, cuando su voz ronca apenas era un susurro entrecortado, la joven le cambio el trapo de la frente y le aplicó bálsamo a los labios agrietados. Le puso la mano en la mejilla y sintió cómo su barba creciente le picaba los dedos. En su delirio, Félix volteó la cara hacia la suavidad de su palma con un suspiro mudo. Su esposo era un ser hermoso, pecador y atormentado. Habría quien diría que estaba mal querer a un hombre así, pero al mirar su cuerpo indefenso Bridgette supo que ningún hombre significaría para ella lo mismo que el ojiverde, porque a pesar de todo él había estado dispuesto a dar su vida por ella.

Se recostó a su lado en la cama, encontró la cadena en su pecho y cubrió el anillo con su mano para dormir junto a él unas horas.

Por la mañana, Félix estaba totalmente inmóvil, sumido en una quietud profunda.

—¿Félix?— Le tocó la cara y el cuello. Ardía en fiebre. Parecía imposible que la piel humana pudiera estar tan caliente. Se levantó corriendo y accionó con fuerza de la campanilla.

Con la ayuda de Claude y las sirvientas, intentaron bajarle la fiebre colocándole bolsas de muselina llenas de hielo alrededor del cuerpo. El rubio permaneció quieto y silencioso todo el rato. La ojiazul tuvo ciertas esperanzas cuando la fiebre pareció disminuir, pero pronto reinició su aumento imparable.

Claude, que había asumido las tareas de Félix en el club además de las suyas, parecía casi tan exhausto como ella. Vestido aún con la ropa de la noche y la corbata gris colgándole desatada en el cuello, se acercó a donde Brid estaba sentada.

Ella nunca había estado tan desesperada. No había perdido la esperanza ni siquiera en los peores momentos pasados con los Cheng. Pero tenía la impresión de que si su marido no sobrevivía, jamás volvería a sonreír.

El ojiverde había sido el primer hombre que había cruzado la barrera de su timidez. Y desde el principio la había cuidado como nadie. Sonrió con tristeza al recordar el primer ladrillo caliente que le había puesto en los pies durante aquel viaje infernal a Escocia. Habló con Claude sin dejar de observar la cara pálida de su marido.

—No sé qué puedo hacer...— susurró —Cualquier médico que llame querrá sangrarlo, y le prometí que no lo permitiría.

El gitano le apartó unos mechones de la cara y dijo;

—Mi abuela era curandera. Recuerdo que solía cubrirme las heridas con agua salada y ponerles una compresa de musgo seco y ciénaga. Y cuando tenía fiebre, me hacía masticar raíces de dondiego de noche.

𝑨 𝑴𝑬𝑹𝑪𝑬𝑫 𝑫𝑬 𝑳𝑨 𝑷𝑨𝑺𝑰𝑶𝑵Donde viven las historias. Descúbrelo ahora