Capítulo 23 ;; El peso del mundo.

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América.

Últimamente, los colores a mi alrededor se han vuelto opacos. Los libros en mi estantería ya no me tientan como solían hacerlo: lo intento. De verdad. Sin embargo, cada vez que trato de leer una simple línea, las letras se mezclan y pierden su sentido.

Estoy preocupada.

Los ojos de Abel ya no brillan. No puedo dormir pensando en cuánto odio a la muerte, en cuánto nos arrebata y en las miles de cosas que Abel se perderá apenas su corazón se detenga.

Merece más tiempo.

Y cuando finalmente recorre su último tramo una noche en el hospital, y los enfermeros me dan aviso de que ya no hay nada por hacer, y su hija se derrumba en mis brazos en busca de un consuelo que me siento incapaz de otorgar... Los colores pierden su último atisbo de brillo hasta volverse gris.

No estoy muy segura de qué día es. Las horas se pasan lentas. A veces, cuando la gente me habla, no puedo distinguir ni un sonido. Veo sus bocas moverse, pero para mí no tiene ningún sentido.

Malcolm está preocupado por mí, aunque yo no necesito su preocupación. Sé que en los recientes días he estado desconectada, como en otro mundo, y que no he estado muy pendiente de él. Simplemente no puedo. Me he rendido al peso de mis problemas.

Y esto solo me ha sucedido en dos ocasiones. Cuando me fui de la casa de mis padres, y tras mi ruptura con Asher.

Una tarde calurosa, Malcolm me sienta en el sofá y me obliga a mirarlo.

—América, esto no puede seguir así.

—¿Así? —mi voz suena rasposa. Apenas la reconozco.

Me miro las manos y las rodillas raspadas. Me he caído de la bicicleta hace un rato.

Soy como una niña pequeña otra vez.

—Tienes que mejorar. Por favor. Ven aquí. Te darás una ducha, cenarás y dormirás las horas debidas.

—¿Qué hora es?

—Las dos de la mañana.

—No... No puede ser.

Suspira, apenado.

—Así es. Ven, vamos.

—Tengo que ir directo a la cama. Mañana iré a trabajar temprano, y...

Su rostro se contrae en preocupación.

—Mer... Es viernes.

No respondo. Me carga, entra al baño, me deja sobre la tapa del váter y llena la bañera. Dejo que me despoje de mi ropa y que me sumerja en el agua templada.

—¿Has ido al trabajo esta semana?

Como dije, no tengo ni la más mínima percepción del tiempo, pero soy consciente de que Malcolm ha estado cuidado de mí.

—América... No he abandonado tu departamento en estas tres semanas más que para ir a comprar.

Será mejor que cierre la boca. Aprieto los labios, bajo la vista y juego a romper la superficie del agua con los dedos, sintiendo el cambio de temperatura en las yemas. Una forma de mantenerme anclada a la tierra.

Él tampoco dice nada más. Me enjabona el cuerpo y el cabello con delicadeza y paciencia y, después de enjuagarme, me rodea con una toalla y me toma en brazos, yendo esta vez a la habitación.

—Perdón —murmuro, con el regusto de la vergüenza en mi lengua.

—¿Por qué? —confundido, me coloca el pijama, me seca el cabello y comienza a desenredarlo con los dedos.

—Porque me he convertido en una maldita carga.

Se detiene de golpe. Se arrodilla frente a mí, que estoy sentada en la cama.

—Eso no es cierto.

—Lo es, y lo sabes. Sólo que eres demasiado bueno como para quejarte, y no te merezco.

Las lágrimas se agolpan tras mis párpados y los ojos me arden en protesta.

—No. Detente.

—No merezco que estés aquí. Y sueno patética.

—Basta. Deja de ser tan cruel con mi chica.

No puedo aguantar más. Termino echándome a llorar.

Malcolm se apresura a sostenerme entre sus brazos. Yo me aferro a su camiseta como si fuese mi ancla a tierra. Se recuesta en la cama y me sostiene contra su pecho.

—¿Qué sucede, Mer? Puedes decírmelo —susurra contra mi pelo. —Si me cuentas, quizás podrías compartir parte del peso conmigo y no tendrías que cargar con tanto.

—De funcionar así, nunca te haría eso.

—De eso se trata el amor.

—Sería mejor que ninguno de los dos tuviera que cargar con nada.

—El primer paso es que te abras hacia mí.

Y luego, hablo. Más de lo que he hecho en semanas. Más que en toda mi vida, me atrevo a decir.

Le cuento sobre la muerte de Abel, a pesar de que ya debía suponerlo; le cuento sobre mis padres, Asher y que hace poco se cumplieron dos años de la quema de mis libros, la jaula en donde yo misma me metí, colores opacos, vestidos azules, espejos distorsionados, gritos y llantos, peleas y golpes, un trabajo que no puedo realizar, letras que pierden sentido, bocas que se mueven y no dicen nada, una novela que soy incapaz de finalizar porque la protagonista quiere encontrar el rumbo hacia sí misma de nuevo y ni yo puedo hacerlo, hermanas perfectas, ser un fantasma, un miedo de decir "basta" que se origina en una relación tóxica donde la palabra estaba prohibida, el dolor de perder a alguien que era como mi papá...

Hasta que no queda nada. Me vacío por dentro, y lo único que queda es un enorme agujero negro.

—¿Crees que estoy exagerando? —se me ocurre preguntar frente a su silencio, con la voz temblorosa por los sollozos que me azotan.

—Creo que has cargado con mucho y que te mereces el mundo.

—La vida ya me lo dio. Lo puso sobre mis hombros —intento bromear.

—Es tu responsabilidad ponerlo en tus manos.

—¿Qué quieres decir? —me separo de su pecho para mirarlo.

Él acomoda un mechón de mi cabello detrás de mi oreja.

—Sé que es complicado, pero tienes que levantarte y seguir. La vida no tiene trucos ni trampas; es así como funciona. Y de esa forma, demostrarás que no importa lo que venga, porque tú eres más fuerte.

—No es cierto. Mírame... Estoy en la ruina.

—No. Tú no eres el tipo de persona que se rinde ante la primera dificultad. Eres una escritora, América. Eres creativa. El estilo de chica que amenaza a un ladrón con una enciclopedia aunque sea lo último que haga —me río entre lágrimas. Eso lo hace sonreír y me acaricia la mejilla con la yema de los dedos. —Por eso me enamoré de ti.

Y es en este momento en el que descubro, con una seguridad arrolladora, que yo también me enamoré de él.

Mis labios encuentran refugio en los suyos por primera vez después de tantos días y me permito perderme en la sensación por un momento, enterrando los dedos en su cabello. Al separarnos, lo miro a los ojos. Lo miro de verdad; ya no como si estuviera en una dimensión alterna.

—Creo que me he perdido a mí misma, y es aterrador.

—¿Te digo algo? Por un tiempo, pensé que eso era posible; perderse a uno mismo. Pero la realidad es esta; lo único que no puedes perder es a quién eres —pone un dedo sobre mi pecho. —La América positiva y loca que se viste con vestidos extravagantes y amenaza con enciclopedias sigue ahí dentro. Solo tienes que abrirle la jaula para que pueda echarse a volar.

Sobre el amor y otros clichés (‹‹Serie Lennox 1››)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora