Canto VII.

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Lucas

La primera cosa que noté al abrir los ojos, fue que Samael estaba abrazándome... O mejor dicho, su brazo pesado caía despreocupadamente por mi cadera y su pecho tocaba mi espalda; estaba sumergido en un sueño aparentemente profundo, porque parecía no ser consciente de que bajo su brazo estaba un ser humano, no una almohada.

Me removí debajo de él para poder mirarlo de frente y, carajo, de verdad era infernalmente guapo, incluso con esa expresión de seriedad que tenía; sus facciones eran agresivas, firmes y hermosas. Su cuerpo era fuerte y —hasta el momento— había comprobado dos veces que su piel era bastante suave.

Por otra parte, la vulnerabilidad que le otorgaba la somnolencia, me hizo ahogar una risita baja al darme cuenta de que cuando estaba despierto, de su boca solo salían vulgaridades.

— ¿Quieres una foto? — Me preguntó de repente con tono serio, sin molestarse en abrir los ojos.

Sentí mi cara enrojecer y, al instante, me aparté hasta quedar sentado sobre la cama; pese a que mi movimiento fue un poco brusco, Samael no apartó su brazo, solo lo dejó quieto sobre mis piernas. ¿Mi pequeña risita fue suficiente para despertarlo y darse cuenta de que lo estaba mirando? ¿O yo no había sido muy discreto?

—Te quedaste — me apresuré a decir, vaticinado que, si no cambiaba el tema, se iba a burlar de mí.

—Dije que lo haría — obvió con simpleza.

—Lo sé... pero no creí que realmente lo harías.

Un par de iris avellana me recibieron cuando abrió los ojos sin dificultad; sus cejas pobladas y ligeramente entornadas le daban un aire imponente que me parecía muy atractivo. Además, su voz de recién levantado tenía una frecuencia más baja, por lo que se escuchaba todavía más gruesa y, pese al tono irónico, fue todo un deleite poder escucharle decir:

—Esta es mi casa, ¿por qué me iría de mi propia casa?

—De ti esperaría cualquier cosa — hablé lo más normal posible, esperando que Samael no notara que mi piel se había erizado con tan solo escucharlo.

—Si quieres que me vaya solo dilo.

—No estoy diciendo eso — le di un ligero golpe en el pecho y reí —. No te tomes todo tan a pecho.

—No eres claro cuando hablas — respondió —. Divagas mucho.

—Hm, ¿no has considerado que eso puede deberse a que...? — Mi pregunta quedó a medias luego de que él se estirara para susurrarme al oído:

— ¿Te pongo nervioso? Por el maldito infierno, lo pienso todo el tiempo.

— ¿Qué? ¡No! — Le propiné un nuevo golpe, pero él ni se inmutó.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora