Canto XXIX.

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En el Infierno, demonios heridos yacían desperdigados por el suelo; algunos apenas habían obtenido rasguños profundos hechos por espadas de arcángeles

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En el Infierno, demonios heridos yacían desperdigados por el suelo; algunos apenas habían obtenido rasguños profundos hechos por espadas de arcángeles. Seguramente, lo más grave que obtendrían serían cicatrices, pero otros no tuvieron la misma suerte y sus heridas eran mortales.

Entre esos últimos estaba Beliel, el hermano del Rey del Infierno. El demonio que custodiaba el Noveno Círculo y que usó su último respiro para agradecer el simple hecho de haber coincidido con Casandra de Troya en una vida que ahora le había sido arrebatada.

Samael caminó a través de lo que había fungido como un campo de batalla. Vio a un grupo de demonios retorciéndose y lamentándose, pero lo único interesante, fue que, cuando se detuvo para apreciar tanto caos, vio detrás de él como otro grupo de demonios corrían hasta el centro del trono, donde permanecían los cuerpos inertes de los arcángeles que Samael había matado.

Sabía lo que los demonios pretendían, y no los detuvo. Tampoco hizo nada cuando se amontonaron unos sobre otros, cada cual buscando hacerse de un espacio para devorar la carne de esos dos arcángeles, porque para los demonios, aquello era un manjar. Una delicia prohibida y celestial que apenas habían gozado, por eso no querían perdérselo. No querían dejar pasar la oportunidad de hacer algo absolutamente profano.

El Rey del Infierno retomó su camino, y continuó dando pasos en una sola dirección, aquella que lo conducía hasta Casandra.

Una vez que estuvo frente a ella, Samael observó el cuerpo inmóvil de Beliel, vio la herida que le atravesaba el pecho, sus ropas manchadas y un charco de sangre a su alrededor. Luego su vista viajó hasta la profeta, quien seguía lamentando la muerte de su demonio guardián.

Era un escenario incluso poético, pues usualmente, los lamentos en el Infierno tenían que ver con el sufrimiento propio, con la pérdida de la voluntad y la progresiva pérdida del yo, no con el dolor que provocaba perder a un ser querido.

El Diablo se puso de cuclillas y miró a Casandra. Fue entonces cuando se percató de que la destrozada profeta cantaba una canción entre susurros mientras acariciaba el rostro de Beliel como si el demonio todavía pudiera sentir su calor, o tan siquiera pudiese escucharla.

Pero Beliel había dejado de escucharla hace mucho.

—Las estrellas y los ríos y las olas te llaman de regreso, amor mío... — cantaba en griego, aferrándose aún a un cuerpo sin vida.

Samael estiró el brazo y le levantó el mentón usando el dedo índice. Casandra se estremeció, pero no sé atrevió a alejarse.

—Habla — el Diablo le ordenó; quería saber la razón por la que Remiel le había sacado los ojos.

—Haré lo que sea que el Rey deseé, lo único que pido a cambio, es que lo traigas de vuelta — sollozó —. Por favor, regrésame a Beliel...

—No estás en posición de pedir nada, Casandra.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora