Canto XXIV.

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Bajo la sombra de un viejo roble, Remiel Arcángel estaba sentado escribiendo en las hojas viejas y desgastadas de un libro

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Bajo la sombra de un viejo roble, Remiel Arcángel estaba sentado escribiendo en las hojas viejas y desgastadas de un libro.

En la espalda sentía la dura textura de la corteza del árbol, que cada vez lo hacía más consciente de su entorno cuando se movía para acomodarse mejor, pero había llegado a un punto en el que ya no lo encontraba incómodo, y de hecho lo sentía familiar. El suelo, por otro lado, podría estar lleno de un inmaculado pasto verde, húmedo y brillante, pero a Remiel le gustaba verlo invadido por las hojas blancas que caían del árbol de tanto en tanto, cuando algunas ráfagas de viento golpeaban las ramas con la fuerza suficiente para sacudirlas y hacer que cayeran.

Esa orquesta de sonidos —las hojas siendo azotadas, el aire, la pluma sobre el papel, el agua corriendo por el río que se encontraba a unos cuantos kilómetros y los jilgueros que cantaban al unísono desde lo lejos, de pie en las ramas más firmes de los árboles que componían el Paraíso— era la perfecta definición de la armonía, e irónicamente, hacían que Remiel se sintiera menos solo, pero ese era su propio Paraíso. Ahí, sentado bajo la sombra de un árbol, escribiendo nuevos descubrimientos en las desgastadas páginas de su grimorio o simplemente leyendo un libro, porque cuando estaba tan inmerso en algo, lo demás era insustancial; no había misiones. No había reglas que cumplir. No había decisiones que tomar. No había una humanidad a la cual servir, y no había un Padre al cual impresionar.

No obstante, en medio de esa paz que solo le proporcionaba ese lugar que había bautizado como suyo, un aura fuerte se hizo presente, y execró saber que ya no estaba solo.

Aun así, quiso dejarlo pasar. Se conocía demasiado bien, y sabía que nada bueno resultaría de prestarle atención a ese hermano suyo que merodeaba en su terreno. También creyó que ignorándolo lograría que se marchara, pero pasaron minutos y seguía ahí, quieto, como si aguardara el momento indicado para aparecer frente a él, y Remiel se rindió.

—Sé que eres tú, Azrael — masculló, sin dejar de escribir.

Parecía que le hablaba a la nada, pues la respuesta no fue inmediata.

—Vamos, hermano — instó —. Puedes seguir oculto y yo puedo fingir que no siento tu aura esparciéndose por todo el lugar, pero preferiría perder el tiempo en otra cosa.

Castiel estuvo de acuerdo con él, y en un parpadeo, apareció frente a Remiel; sus enormes alas blancas se extendieron con gracia, y al hacerlo, el aire sublevó las hojas del suelo. Por su parte, Remiel no hizo ningún gesto. Tampoco se movió.

—Te veías muy concentrado — Castiel excusó —. No quería interrumpirte.

—Está bien — dijo, cerrando el libro de golpe —. Cuando estás en el Paraíso tu aura es como un faro, así que aunque intentes esconderte, es fácil saber que eres tú.

—Todavía me esfuerzo para no hacerlo tan obvio.

— ¿Y estás aquí porque necesitas mi ayuda para controlar tu aura? Hace poco descubrí que la sangre de un ave Fénix puede ser muy útil, pero solo si sabes con qué mezclarla.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora