Canto XXV.

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Samael

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Samael


Bajo mis manos, el cuerpo de Lucas se sentía asombrosamente frágil. Igual de frágil que un vaso de cristal, que el tallo de una rosa, que las ramas más delgadas de un árbol, que las alas de una mariposa... Y cada vez que ejercía un poco de presión al tocarlo, me daba la sensación de que podía romperlo fácilmente.

Esa, naturalmente, era la desventaja de los humanos. Sus cuerpos mortales estaban sujetos a la debilidad, no precisamente para los de su tipo, sino para los seres como yo, que podíamos hacerlos pedazos sin ninguna dificultad, sin embargo, el tocar a Lucas sólo me hacía más consciente de que debía ser cuidadoso, y aprendí a amoldarme a él, a su cuerpo.

Me gustaba su cuerpo. Su forma de reaccionar cuando lo tocaba, y esa textura que sentía en la yema de los dedos cuando recorría su espalda con suavidad, como a él le gustaba. El estremecimiento de su cuerpo me lo decía todo, y cuando sus inhibiciones desaparecían, incluso me lo hacía saber con su voz.

—Sam... Samael... — jadeó, cuando envolví su cintura con mis brazos y besé su cuello.

— ¿Qué sucede, cachorrito?

Su cuerpo se estremeció bajo mis brazos, y recostó la frente en el respaldo del sofá, como señal de derrota ante una batalla inexistente.

—Siento que me voy a caer — expresó con voz débil, pero no fue capaz de confesar que se debía a que sus piernas estaban temblando, anticipándome que estaba a nada de alcanzar un orgasmo.

Verlo así, empotrado contra el sofá de una de las habitaciones del HADES que funcionaba como una oficina, usando solamente una camiseta con un estampado de Star Wars que lo hacía parecer un maldito universitario, y mi polla entrando y saliendo de su interior, era como vivir una escena digna de un jodido museo, porque sentirlo así, con sus paredes calientes apretándome, me estaba volviendo loco y mi juicio se sentía nublado, adormecido.

—No voy a dejarte caer, LuLu — le aseguré, sosteniéndolo con más fuerza, pero no la suficiente para lastimarlo.

Una de sus manos se despegó del sillón, y de repente estuvo puesta en mi antebrazo. Su risa, entremezclada con sus jadeos, inundó mis oídos.

—Dices cosas lindas cuando te excitas — comentó, con la voz agitada —. No puedo deducir si me gusta...

—Te gusta — aseguré, llevando una de mis manos hasta su cuello —. Te gusta que te digan cosas bonitas mientras te follan como a una zorra. Y ese, LuLu, es el perfecto sincretismo entre la ternura y la lascivia.

—Vete... al Infierno... — su voz agitada apenas logró formar una oración.

Reí, y al sostenerlo firmemente, hice que echara la cabeza hacia atrás. Su cabello cosquilleó en mi hombro, y pude notar el sudor bajando por su sien.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora