Calmando a Annabeth.

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Pecry y yo nos dirigíamos a la cabaña de Atenea. Estamos preocupados, desde que Annabeth oyó la profecía esta muy inquieta.

—¡Hola! —grité.

Nadie respondió. Di un paso y contuve el aliento. Aquello era un verdadero taller para cerebritos. Las literas estaban todas pegadas a una pared, como si dormir no tuviese la menor importancia. La mayor parte de la estancia se hallaba ocupada con bancos, mesas de trabajo, herramientas y armas. Al fondo había una enorme biblioteca llena de viejos rollos de pergamino, libros encuadernados en piel y ediciones en rústica. Había una mesa de dibujo con infinidad de reglas y transportadores junto a algunas maquetas en tres dimensiones. El techo estaba cubierto de mapas enormes de guerras antiguas. Había armaduras colgadas bajo las ventanas y sus planchas de bronce destellaban al sol.

Annabeth estaba al fondo, hurgando entre los viejos rollos.

—Toc, toc —dijo Percy. Se volvió, sobresaltada.

—Ah... hola. No los había oído.

—¿Estás bien?— Pregunté.

Ella examinó con el ceño fruncido el rollo que tenía en las manos.

—Intento investigar un poco. El laberinto de Dédalo es tan descomunal que los relatos que hay sobre él no se ponen de acuerdo en casi nada. Los mapas no parecen conducir a ninguna parte.

—Nos las arreglaremos —le prometió Percy.

—No te preocupes, tienes los mejores compañeros (Sobre todo yo). Estaremos bien.

Se le había soltado el pelo y le caía alrededor de la cara en una enmarañada cascada rubia. Sus ojos grises parecían casi negros.

—Desde que tenía siete años deseo dirigir una búsqueda —dijo.

—Lo vas a hacer de maravilla. —aseguró Percy.

—Sí, no tienes por qué preocuparte.

Nos miró agradecida, pero enseguida bajó la vista y se concentró en los libros y rollos que había sacado de los estantes.

—Estoy preocupada. Quizá no tendría que haberles pedido que vinieran. Y tampoco a Tyson y Grover.

—¡Eh!, ¡somos tus amigos! No nos lo perderíamos por nada del mundo. —Dijo Percy.

—Pero... —Se interrumpió.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Es la profecía?

—Seguro que todo irá bien —dijo con un hilo de voz.

—¿Cuál es el último verso? — Preguntó Percy.

Entonces hizo algo que me sorprendió de verdad. Pestañeó para reprimir las lágrimas y extendió los brazos hacia nosotros.

Rápido nos acercamos y la abrazamos. Sentí un enloquecido revoloteo de mariposas en el estómago.

—Eh... ¡que todo va de maravilla! —

—¿Te acuerdas, en nuestra primera misión cuando dije que los compañeros nos protegemos? Pues sigo pensando lo mismo. —Traté de calmarla.

Le acaricié la espalda suavemente. Percy le dio unas palmaditas en la espalda. El pelo de Annabeth olía a shampoo de limón. Estaba temblando.

—Tal vez Quirón tenga razón —musitó—. Estoy quebrantando las leyes. Pero no sé qué hacer. Os necesito a los cuatro. Me da la sensación de que eso es lo correcto.

—Entonces no te preocupes —acertó a decir Percy—. Nos hemos enfrentado a muchos problemas otras veces y los hemos superado.

—Una misión suicida más, una misión suicida menos...

—Esto es diferente. No quiero que os pase nada... a ninguno de vosotros.

Alguien carraspeó a nuestras espaldas.

Era Malcolm, uno de los hermanastros de Annabeth. Tenía la cara como un tomate.

—Esto... perdón —balbuceó—. Las prácticas de tiro al arco empiezan ahora, Annabeth. Quirón me ha pedido que viniese a buscarte.

Nos separamos de ella.

—Estábamos buscando unos mapas—dijo Percy rápidamente. Rodé los ojos y le lancé una mirada ofendida.

El amor y los semidioses.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora