A palo seco

582 83 19
                                    


No pude pensar. Mi cuerpo dio contra el suelo mucho antes de que pudiera asimilar nada de lo que acababa de descubrir. Intenté abrir de nuevo los ojos, confundida, pero apenas fui capaz de mantenerlos abiertos unos segundos. Mi corazón ardía con un extraño y penetrante escozor que se extendía por todo mi pecho. Así que me encogí, porque no tenía fuerzas para nada más. Ya no se oían escombros, gritos, o peleas. En su lugar, una extraña quietud vibraba contra mis tímpanos, acompañada de un extraño crujido constante. Intenté recordar dónde me encontraba; todo lo que ocurrió desde que aquel piso destrozado comenzó a derrumbarse estaba borroso. Recordaba la puerta viniéndose abajo, los grandes predadores entrando y a Christian en el suelo...Nada más. Lo único que tenía claro era que ya no estaba allí. Había estado inconsciente, aunque ignoraba durante cuánto tiempo. Sin embargo, las palabras de Christian retumbaban en mi mente como si acabaran de ser pronunciadas. 

Entonces, oí unos pasos. Ladeé la cabeza en la dirección justo en el momento en que alguien quitó de forma brusca la tela que cubría mi cabeza y mi pelo cayó en cascada sobre mi cara. La primera bocanada de aire me trajo un olor fuerte a madera humedecida pero mis pupilas tardaron varios segundos en adaptarse a la penumbra. El lugar era pequeño, oscuro y sin ningún mobiliario. Varias siluetas sin rostro me contemplaban en medio de un lugar apenas iluminado por cuatro antorchas y unas cuantas velas de llamas azuladas. Christian no estaba allí. Intenté ponerme en pie pero todo se movía, culpa de un enorme mareo, así que volví a caer al instante. Unas risas, burlonas y crueles y varias voces sinsentido cubrieron el silencio a mi alrededor. De repente, algo me golpeó en el vientre. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, a pesar de no ser posible. Mi respiración y mis pensamientos se detuvieron al instante y un ardor recorrió mi cuerpo. Intenté protegerme con las rodillas pero antes de que pudiera preguntarme qué estaba ocurriendo, llegó otro golpe, seguido de otro y de un cuarto y un quinto y, en ese momento, el dolor, el miedo y la incertidumbre tomaron el control de mi cuerpo. 

—Un pequeño gecuegdo de la Ogden —susurró una voz entre la oscuridad. 

Acto seguido, unas manos me agarraron del pelo y me arrastraron por el suelo astillado, arañando mi piel y clavándose en mi cuerpo, hasta llegar cerca de una pared. Allí, desataron mis muñecas y volvieron a atarlas sobre mi cabeza. No pude ver el rostro de quien lo hacía porque estaba cubierto, pero el frío que transmitía era helador. Sentí su mano gélida sobre mi piel y algo parecido a un escalofrío me invadió, inmovilizándome, acompañado de algo que ahora puedo reconocer: miedo en estado puro. Otro encapuchado se unió en ese momento. 

—Los pies también —indicó—. No quiegen que la congelemos. 

La misma figura que me había atado las muñecas, hacía lo mismo con mis tobillos. Se apartó sin decir nada después de apretar las cuerdas con fuerza. Poco a poco, algo empezó a tirar de mí hacia arriba. El eco metálico y chirriante de las poleas invadió el silencio a modo de macabra banda sonora y no cesó hasta que quedé suspendida en el aire con todo el peso de mi cuerpo sostenido por mis brazos. Mis huesos se recolocaron con un doloroso crujido. 

Grité. 

—Soltadme —balbuceé a continuación con un débil gemido. 

Entre las llamaradas de las antorchas, vi acercarse, con auténtico pavor, a tres guardianes más. Me resistí intentando desatarme hasta que uno de ellos cruzó el haz de luz de las velas y sus dientes afilados, su rostro y su pelo blanquecinos y los horribles iris azules, me dejaron helada.

 —¡No! —exclamé, pero el grito no salió de mi mente. 

Jamás había estado el tiempo suficiente con un guardián como para saber qué ocurre cuando, por fin, consiguen que dejes de resistirte. Nunca. Entonces, sentí unas manos heladas en mi vientre. No podía resistirme, ni pelear. Solo temblaba, pero mi temblor se detuvo en seco cuando noté que algo partía mi carne. Y cuando el aire volvió a mis pulmones, grité. Un horrible dolor recorría cada célula de mi cuerpo como un latigazo. Bajé la vista y vi con espanto sus garras abriendo mi obligo. La imagen y el sufrimiento me enmudecieron. Después, sus bocas se acercaron a mi vientre. Un instante más tarde, otro horrible grito floreció de mi garganta. 

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora