XXX. Destinos.

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El dorado de las llamas había dejado de destellar algunas horas antes de aquel momento. En su lugar, la eterna y fría llovizna caía sobre Londres, y acompañaba a todo aquel que seguía luchando por la supervivencia, la propia y la del prójimo, en esa madrugada insomne.

Eriol caminó desorientado hasta una de las múltiples tiendas que cumplían funciones de comedor, clínica y albergue, donde se resguardó del frío. La capital lo había recibido con calamidad y penas, pero, al mismo tiempo, con un enorme ánimo de solidaridad que no había experimentado antes.

La cortina que hacía las veces de puerta se abrió, y reveló una estancia mucho más grande de lo que en el exterior mostraba. Adentro, el ambiente era cálido y el ruido exterior era aislado totalmente. Una de las esquinas más alejadas de la "edificación" tenía varias mesas alargadas, donde rescatistas, médicos, curanderos y voluntarios cenaban, ya fuera para volver a la faena, o para dormir un poco en otro espacio de la misma. En un pabellón adjunto, varias camas eran recorridas por enfermeras, curanderos, médicos y monjas, que aliviaban los dolores de los menos favorecidos.

Eriol se acercó vacilante hasta un perchero a unos pasos del acceso, colgó el pesado impermeable, húmedo por la brisa exterior. Un chiquillo no mayor de cuatro, se aferraba al bolsillo del mago. Su mirada baja y perdida, y el innatural silencio que guardaba, se antojaba como una mala señal.

—Anda, ven por aquí. —El inglés tomó de la mano al niño y lo guió a una de las mesas.

Una novicia se acercó a abordarlos apenas los vio tomar asiento, les sirvió algo de sopa caliente en un par de cuencos, y dejó una tetera a su alcance.

—Estaré por aquí para lo que necesite, excelencia. Y también para su amigo —dijo por lo bajo la joven, y acarició el cabello negro del niño, que apenas si reparó en ella.

Eriol agradeció y la vio alejarse, y suspiró, repleto de resignación. Miró a su compañero, que seguía ausente, perdido en el vapor que salía del cuenco ante él:

—Oye, debes comer algo. —El niño, sin embargo, se mantuvo silente e inmóvil—. ¿Cuál me dijiste que era tu nombre? —Lo vio mover los labios, pero no fue capaz de escucharlo—. ¿Perdona?
—Óliver.

Al ver una reacción favorable, con delicadeza, lo hizo girar el rostro hacia él, atento a los ojos azul metálico del pequeño, aún rojos del llanto que recién cesó unos minutos antes. Óliver fue encontrado por Eriol apenas un poco antes, en las ruinas de un complejo de apartamentos no muy lejano. El niño había sido protegido por sus dos padres, mismos que no habían sobrevivido al derrumbe, y al momento de ser rescatado, lloraba amargamente mientras llamaba a su madre. El mismo Eriol bajó de los despojos con lágrimas en los ojos y el niño en brazos, la escena lo había conmovido en lo más hondo, y de hecho, fue esa situación la que lo hizo retirarse momentáneamente de su labor, lo que consecuentemente los llevó a ese mismo albergue en el que estaba. El duque tomó el impulso que necesitaba, pues sabía que ese discurso también era para él:

—¿Sabes, Óliver? Papá y mamá van a preocuparse si no cuidas de ti mismo. Ellos no querrían que estuvieras tan triste y que dejaras de comer. A donde ellos fueron, aún pueden observarte, y estarán al pendiente de que estés bien, aunque no puedan acompañarte más. —Desordenó su cabello—. Anda, no los hagas entristecer... Yo mismo me encargaré de que estén tranquilos, pues voy a cuidar de ti desde hoy, ¿de acuerdo?

El niño, en su parco entendimiento de las cosas, aceptó el discurso del mago ante él, y luego de asentir varias veces, dejó caer algunas lágrimas, aunque, entre gimoteos, tomó la cuchara, una demasiado grande para su manecita, y comenzó a sorber el caldo del cuenco.

—Vine en cuanto me enteré que estabas aquí —dijo una voz rasposa unos momentos después. Eriol notó entonces que se había quedado absorto en contemplación del comensal a su lado.
—Esteban. ¿No estabas acomodando a tu familia en un refugio?
—Me tomó cinco minutos hacerlo, duque, hay mucho trabajo que hacer por aquí. ¿Y el huerco? —preguntó, luego de señalar con el mentón al niño.
—Un amigo que acabo de encontrar.
—Ya veo —respondió al comprender de qué se trataba, y luego suavizó un poco el tono de voz, y tanteó terreno—: ¿Y tú...? ¿Cómo la llevas?
—Voy a estar bien.
—¡La bombera más sexy del lugar llegó! —exclamó Emily en español al reunirse con ellos, y abrazó por la espalda fraternalmente al duque. En una actitud maternal, acarició la cabeza del chiquillo, que seguía comiendo.
—Gracias a los dos por estar aquí —susurró Eriol, conmovido.
—Siempre —respondió Emily, sonriente, y alborotó el cabello del duque como si de un niño se tratara.
—Además, no podemos dejar el país...

Epopeya de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora