XXXII. Mundo.

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Un vacío dentro de su pecho, y hacia el estómago. Esa era justo la sensación que embargaba a Akiho mientras contemplaba la ciudad, hacia el sur.

Ahí, a unos kilómetros vio erigirse la imponente pirámide negra, barrera creada por Kurogane, y sólo un poco después, en el sureste, donde el prisma octagonal de Xiao-Lang hacía su propia protección.

—Bien... si estos dos palurdos ya crearon sus barreras, eso sólo puede significar que ya vienes en camino... ¿no es así, hermanita? Que empiece la pirotecnia.

Levantó la espada ante ella, perdida en el reflejo de sus propios ojos, confiada. Pensó un "ayúdame, padre" en memoria de quien dio la vida por esa forja, para clavar el estoque en el suelo, y concentrarse.

Hizo acopio de todo su poder, aquel que no tenía bien en claro cómo funcionaba, pero que se desbordaba por sus poros. Pensó en la destrucción, el caos, y el silencio que vendría en consecuencia. Sus brazos se sentían agarrotados por el tremendo esfuerzo mental que hacía, y que se manifestaba como una vibración que cimbraba la construcción entera.

Apuntó con sus palmas al horizonte.

—Adiós, Tokio. Adiós, Japón... Adiós, gente del mundo. Tuvieron muchas oportunidades. El Día de la Promesa finalmente llegó... y yo soy el ángel de la muerte.

El movimiento que preparaba era bestial, tenía planeado reventarlo todo. Nada quedaría en pie en la capital, quizás los restos no podrían asomarse siquiera desde el fondo del mar, y sentía en sus entrañas que ese sería justo el efecto, mientras observaba como las aves, más intuitivas que el resto de las cosas vivas en las inmediaciones, emprendían el vuelo de huída.

Akiho dio un grito al liberar toda la energía acumulada, la onda expansiva arrancó un metálico lamento de la torre, que se balanceó dolorosamente, al tiempo que el crujir del suelo sonaba como un animal moribundo, que lanzaba sus entrañas al cielo, entre nubes de polvo y humo de incendios. La obscuridad se hizo entonces, como una ominosa noche, como estar debajo de un eclipse total, que se llevó la calma y la luz de ese día de verano.

Por un par de minutos, la tierra perdió toda consistencia, líquida, informe, lo que sólo dejó a buen resguardo a los cimientos de la torre misma.

—¿Pero qué...? ¿Otra vez? —lanzó un poco exasperada, al notar que toda aquella inmensa destrucción, su obra apocalíptica magna, no había tocado al Tokio real. Sólo un par de segundos después de iniciado su trabajo, una barrera esférica de varios kilómetros la había transportado—. Bien... no importa en realidad.

Buscó con la mirada en los alrededores, sabía cuál era su objetivo... Desconcertada, notó que en realidad había dos: hacia el occidente, a través de los ventanales de uno de los edificios que a duras penas se mantenía de pie, vio a Sakura, y desde el sureste, vio a otra Sakura, espada en mano.

—¿Qué es esto...? ¿Una ilusión...? —se preguntó, sin dejar de vigilar alternadamente a ambas...— a menos que...

La mujer atendió a su intuición y a fuerza de salto fue al encuentro de la Sakura del oeste, dentro del edificio que lentamente colapsaba, y que no parecía sentir miedo de ello.

Bajo sus pies, la poesía de la muerte reducía a despojos las calles del fragmento de la ciudad en su control, entre humo y polvo, y el atemorizante murmullo de la destrucción, entre el frío y la obscuridad que coincidían más con el otoño.

Al entrar a la planta en que Sakura estaba a través de uno de los amplios muros de cristal ya roto, caminó sin reparar en el colapso de la edificación, y con paso decidido fue hasta ella. Ahí notó que era más una proyección astral que un cuerpo físico, que de hecho, era traslúcida, y que no parecía haber notado su presencia, sólo observaba ensimismada todo aquel escenario. Un "lo sabía" resonó en la mente de Akiho. Estaba con la Sakura que, al igual que ella en algún momento, existía en ese mundo sin tiempo donde las profecías atormentaban a sus heraldos.

Epopeya de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora