Capítulo 7

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Sara regresó a su habitación, cansada de todo el ejercicio que realizó en clase de Educación Física, si podía llamarlo así. Se dio un largo baño y se vistió con la misma ropa, pues no tenía otra. Por la noche una supervisora pasó por las habitaciones para procurar que todos tuvieran sus luces apagadas, lo que le recordó a su instituto. No pudo evitar pensar: "¿cómo estarían sus amigos?", "¿qué estarían haciendo?". Estaba ensimismada en sus pensamientos cuando escuchó una voz masculina que le hablaba por la rejilla del techo de la habitación. En ese momento, Sara supo que ya era medianoche y que el que le hablaba era el chico que le había dejado la notita.

—Hola, ¿estás ahí? —preguntó la voz.

—Sí, ¿quién eres?, ¿qué es este lugar?

—Mira, sé que tienes muchas preguntas, pero debes escucharme con atención. Mañana es tu turno para salir de aquí. Debes hacer todo lo que te digan sin oponerte o la pasarás mal —le aconsejó la voz y, con cada palabra, Sara estaba cada vez más asustada—. Debes salir por la puerta blanca y cruzar la cancha. Allí encontrarás un auto esperándote.

—¿Quién eres?

—Solo un amigo... Suerte —Sara se quedó esperando por si decía algo más, pero se dio cuenta de que se había ido.

Se quedó pensativa en su cuarto mirando hacia el techo. Tenía muchas preguntas: "¿Quién era esta persona?", "¿por qué me está ayudando?", "¿cómo sabe todo esto?".

Sin más, intentó irse a dormir sin pensar en el mañana, pero solo podía pensar: "¿Adónde me llevarían?", "¿por qué?", "¿dónde estoy y cómo llegué aquí?". Al día siguiente se despertó con un ruido seco en la puerta de su dormitorio y la voz de una mujer que gritaba muy fuerte.

—¡Levántense niñas, ya es hora!

Sara se levantó de la cama precipitadamente y se puso su uniforme. Sentía mucha angustia, porque le esperaba el camino a lo desconocido. Salió de su habitación al pasillo. No había nadie para conversar y se comenzó a preguntar cómo luciría la persona que le habló anoche. Si tan solo tuviera una pista de cómo lucía, quizá podría encontrarlo para que le explicara qué era ese lugar y sus otras inquietudes. Vio que de una habitación salió una chica como de su misma edad que caminó delante de ella sin decir palabra.

—Oye, ¿tú sabes qué es este lugar? —le preguntó, pero la chica la ignoró. Ella la siguió por el pasillo y llegó hasta la cafetería, donde todos sus compañeros estaban desayunando. Lucían muy serios y cuchicheaban entre ellos como lo habían hecho desde que llegó a ese sitio.

Tomó su bandeja y fue deslizándola por la barra de la soda, mientras buscaba con la vista esperanzada a la persona con la que había hablado el día anterior. Escuchó una voz que la sacó de su ensimismamiento. Era la señora de la cafetería, que le preguntaba si quería carne o pollo.

—No tengo todo el día, niña —dijo la señora, con tono de enojo.

—Pollo, por favor —pidió, rápidamente. La señora tomó con un gran utensilio de cocina un pollo que parecía que estaba en mal estado y lo dejó en su plato.

Tomó el plato, su bebida y se fue a sentar con las mismas personas del día anterior. No sabía bien qué hacer realmente. Entonces pensó: "¿y si pregunto si alguien conocía a esa persona?". Pero se dio cuenta de que era ridículo. Aunque preguntara, no sabría cómo describirlo.

Así que, sin más, con resignación, intentó comer su pollo, el cual a estas alturas le daba ganas de vomitar. De pronto hubo un gran silencio en la cafetería. La misma mujer del día anterior entró por la puerta junto con los dos mismos hombres fornidos que se habían llevado a la muchacha.

—Sara Paulson —la llamó la señora en tono serio, mientras todos en el lugar la miraban.

Al escuchar su nombre, decidió seguir el consejo de la voz que había escuchado el día anterior. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la salida. Cruzó la cancha de entrenamiento y se encontró con una mujer de lentes y camisa blanca, que estaba apoyada en el capó de un coche de color blanco. Miró hacia ambos lados, pero no vio a nadie más, ni siquiera a los dos hombres fornidos. Estaba solamente ella, la mujer y el coche.

—Sara Paulson, ¿verdad? —le preguntó la mujer, sonriendo y ella asintió—. Pues vamos, es un largo camino —Sara abrió la puerta de la parte trasera del auto—. Oh, no, querida, tú no vas atrás. Vienes adelante, conmigo.

Sara se acomodó en el asiento del copiloto. Se sentía nerviosa y tenía muchas preguntas: "¿Adónde la llevaba?", "¿en dónde estaba?", "¿quién era ella?".

La mujer puso el auto en marcha y se comenzaron a alejar de la cancha de entrenamiento. La angustia de Sara aumentaba. La miró de reojo y notó que no dejaba de sonreír. Ella pensó que en algún momento la mujer le haría algunas preguntas para conocerla. Las típicas: "¿De dónde eres?", "¿cómo te has sentido desde que llegaste aquí?". Pero el tiempo pasaba y la señora ni siquiera la miraba. Sara no soportó más la intriga y sacó a la luz todas sus dudas.

—¿Quién es usted? ¿Qué es este lugar dónde vamos? ¿Dónde estoy? —le preguntó, algo acelerada. La mujer no despegaba la vista de la ruta—. Por favor, míreme.

—No lo haré, querida —replicó la mujer, con calma.

—¿Por qué no? —tenía lágrimas en los ojos.

—Porque sé todo sobre ti —Sara se desesperó aún más.

—¿Cómo es eso posible?

—Sé que eres una niña con muchas inseguridades, problemas...

—Cállese.

—Escucha, no soy tu enemiga. Estoy llevándote a un lugar donde...

—No me interesa. Dígame o me bajo del auto —tocó la manija del coche, amenazando con abrir la puerta, pero la mujer puso el seguro para niños.

—No puedes irte —la mujer dio un suspiro—. No puedo decirte nada, ese no es mi trabajo. El lugar donde te estoy llevando es para tu bien.

—¿Y usted cómo sabe qué es lo mejor para mí?

—Solo lo sé.

Sara tomó un suspiro y se quedó observando el camino por donde la llevaba. El clima estaba nublado y caían gotas que amenazaban lluvia. Las casas eran todas iguales y de color gris, lo que las hacía aburridas. La gente iba caminando cabizbaja por las aceras, sin mirar a su alrededor y estaba vestida con ropa de color negra y gris. Mientras miraba por la ventana, no podía dejar de pensar que estaba asustada. La mujer la llevó hasta una casa grande, rectangular y de color blanca. Aparcó el coche en una esquina de la calle y mirándola a los ojos, le dijo:

—Llegamos.

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