Reflejos

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Era una hora indefinible del día, justo después de que la noche terminaba de caer, cuando el viento frío de las calles se colaba hasta dentro de la habitación, bueno, si es que a aquel conjunto de paredes y techo que se levantaba sobre la cama de Jana podía llamarse así. La ventana abierta dejó entrar parte del aliento helado de Eolo, el cual, luego de varios intentos, logró que la delgada sábana que cubría la desnudez femenina se levantara, permitiendo a la luna fisgonear por entre las barras de hierro, las cuales, precariamente ofrecían protección de las barbaridades que el ser humano puede cometer, barbaridades a las que Jana estaba ya más que acostumbrada.

Era hora de abrir los ojos, si el tiempo se hubiera volteado al revés quizá me atrevería a pensar en Jana como una madrugadora. No era como el resto de la gente, sus ojos se abrían de una sola vez y sin esperar a acostumbrarse a dejar de soñar, sólo se abrían y ya, de nuevo se encontraba en este mundo de vivos que mueren unas ocho horas cada vez que están cansados. Aún con la cabeza en la raquítica almohada y bajo el escaso cobijo del algodón, un blanco y delgado brazo se mostró debajo de la sábana, alargándose hasta alcanzar la cajetilla de cigarrillos y el encendedor, los que permanecían sobre una triste excusa de "mesa de noche" desamparada de otros objetos o adornos, el brazo volvió a esconderse luego en la blanca tela y después de realizar una especie de danza invisible permitió al rostro de la chica emerger del fondo de la cama con un stick encendido entre los labios y una mueca que amenazaba con ser una sonrisa.

Se sentía un poco rara, pensó, era extraña la sensación de levantarse sola sin un cuerpo que le hiciera compañía en la cama, era la primera vez en bastante tiempo que fumaba sola al despertar, desnuda y friolenta. La pálida tez se contorsionó en una mueca al darse cuenta de las estupideces que pasaban por su mente, desde cuando ella se detenía a pensar en la soledad o en la compañía, donde estaba aquella chiquilla que había aprendido pronto que el resto de la gente eran sólo cuerpos que servían para llenar el espacio vacío en el mundo, se rió sonoramente con una carcajada que estalló en sus oídos devolviéndola al mundo real, se incorporó en el colchón e hizo a un lado la sábana, dejándole al cuerpo la libertad de permanecer desnudo en un lugar conocido y tan obscuro que la poca luz que provenía de las calles. No podía si quiera esclarecer aquella boca de lobo donde las horas pasaban muertas.

Jana caminaba como un ciego que no requiere lazarillo en un lugar que conoce demasiado bien, esquivando objetos en lo profundo de la obscuridad, abriéndose paso hasta la estrecha entrada sin puerta que daba acceso al diminuto baño, antes de entrar extendió el brazo a un lado de la pared encendiendo la luz amarilla que iluminaba el interior, las sombras se alargaban y se movían, pendientes de la bombilla que se balanceaba sobre unos cables que salían del techo.

La parada obligatoria del baño era frente al espejo, sin marco, sostenido por un clavo a la pared sobre el lavamanos, Jana se preguntó si sería sólo vanidad lo que obligaba al ser humano a mirarse al espejo del baño cada vez que pasaba cerca, era como una necesidad inherente a la naturaleza de cada persona mirarse al despertar, antes de dormir, siempre, ¿era acaso que se deseaba contar el paso del tiempo?, tal vez saber si seguía siendo uno mismo, quien sabe..., el hecho es que parecía inconscientemente inevitable mirar el propio reflejo cada vez que hubiese un espejo en el baño o en cualquier otra parte, una vidriera, un salón o donde fuese, la vanidad es el castigo del hombre ante el hombre mismo, cuantos no han muerto por el simple deseo de verse diferentes a si mismos, o peor aún, de verse como alguien más.

La historia se ha repetido una y otra vez, el Narciso moderno que busca por vías poco naturales lo que el destino le ha negado.

Realmente, este nunca había sido el problema de Jana, ella había sido bendecida por la vida con más de lo que puede desearse. Su cuerpo parecía cubierto de marfil y porcelana, pero delgado y elástico como el de la pantera. No obstante, lo más impresionante de todo era su rostro, sus labios lucían como golpeados hasta sangrar, sus pestañas, enmarcadas por los acentos de las cejas, eran largas y curvadas hasta donde era posible; los ojos, grandes y con el iris coloreado de azul grisáceo, que destacaban en el delicado ovalo de su rostro, en fin, si bien sus bienes materiales eran escasos, nunca habían significado nada imposible, su vida se había mantenido en los filos de la desesperación hasta que descubrió que el aspecto da mejor resultado que el tan predicado trabajo duro. Vivir de su cuerpo era sólo otra forma de vivir de sí misma, y su vanidad, sólo otra forma de cuidar los ingresos de su labor.

Consideraba su futuro como algo seguro, a partir de lo que la misma vida le había enseñado, úsate antes que otros te usen primero, no importa cuan mal estés, si luces bien, vivirás bien algún día. Mientras estas y otras observaciones atravesaban su pensamiento, el viento que entraba por la ventana, comenzó a hacer que el espejo sostenido por el clavo, comenzara a moverse y a tambalearse, golpeando contra la pared. El movimiento se hacía cada vez más fuerte y violento, los golpes cada vez más fuertes, llamaron la atención de Jana, quien sólo tuvo tiempo al voltearse para ver como el espejo chocaba contra el muro y se reventaba en pedazos que saltaban a su cara. Los cristales volaron por todo el cuarto de baño y muchos aterrizaron sobre el rostro de Jana, hundiéndose en su delicada piel, rasgando los altos pómulos y abriendo heridas en los llenos labios. Cortadas en el cuello y frente llenaron las angelicales facciones de sangre, pedazos del espejo se clavaron en las orejas y las mejillas...

Un grito de dolor calló los ruidos de la calle.

Una exclamación ahogada lloró por la vanidad.

De Sombras y Otros ReflejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora