Matando a Venus

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Pasar las manos sobre las teclas inconexas parece ser el deporte preferido de los músicos cuyas ideas se han ido a dormir más temprano. Es por tanto, mi pasatiempo. La razón de esta aparente crisis de ideas era el simple aburrimiento, estado del hombre que considero peor que una enfermedad dolorosa, contagiosa y mortal, ya que mientras la primera origina un montón de indeseables, pero presentes situaciones, el aburrimiento, tal como lo veo, es la absoluta ausencia de todo. El desgano más inclemente, el hastío más perturbador, todo junto y en la presencia de la nada, eterna compañera de los insomnes, los perdedores y los aburridos, tal era mi caso.

Así me encontraba en aquel momento. Allí estaba, completamente distorsionado, entregado a una noche más de amargas reflexiones sobre una vida que a fin de cuentas, y para mi desconsuelo, no era tan amarga. Quizá muchos piensen que ese es exactamente mi problema, que mi vida no ha sido lo desventurada que debiera haber sido, ya que si bien ningún hecho de logro o alegría mayor me ha deparado el destino, tampoco he sido víctima de ninguna jugarreta terrenal o divina que destroce mi existencia hasta el punto de hacerme poca cosa, mísero, desgraciado y sobre todo y ante todas las cosas, genial. Y saben algo, creo que es cierto.

Una noche de martes y en plena época de ley seca no es precisamente el momento indicado para salir a embriagarse porque tu vida no ha sido lo que podríamos llamar un fantástico desastre, es decir, un desbarajuste tan magnifico que puedas convertirte en un genio torturado, así que entonces he decidido pasar esta velada inútil aquí, en mi departamento, tercer piso de este edificio situado en un vecindario irreconocible por alguna cualidad especifica y que pasaría desapercibido hasta para mi, si no viviera en él. Azotando, sin orden de ningún tipo las teclas del piano, sólo para que el ruido acompañase la soledad y para aparentar que estaba ocupado de alguna forma.

En un momento no determinado comencé a hacer figuras sobre el teclado, comencé, literalmente, a "dibujar" en el piano. Saqué sonidos del instrumento que nunca había escuchado antes salir durante ninguna de mis interpretaciones, de hecho, eran sonidos que nunca habría creído podrían provenir de nadie. Prácticamente le di la vuelta a todo lo que sabía de música, no era normal, no era nada que ni yo ni nadie hubiese hecho nunca, había descompuesto todas las escalas, todas las notas estaban donde supuestamente no debían estar, no puedo ni siquiera explicar lo que sucedía ese momento entre mi cerebro, mi alma y mis manos que se extendían hasta el piano. A pesar de lo incoherente que resultaba todo aquello, era hermoso y también era horrible al mismo tiempo, era como una cacofonía de pensamientos tocados en un instrumento musical; estaba acabando con la belleza de la música para despertar una nueva concepción de lo hermoso, hasta yo, sin resultar ególatra podía darme cuenta de eso. Estaba de alguna forma matando a Venus, pero al mismo tiempo le daba lugar a una nueva, extraña como una declaración de amor hecha a gritos y con insultos, loca como la idea de un solo tipo de belleza, estúpida como la mayoría de las casualidades (en las cuales no creo), pero brillante como la mayoría de las ideas descabelladas, en fin, era como si matase todo lo que las bellas artes y las artes populares hubiesen construido durante siglos, para crear en el nombre de algún dios profano, lo que el hombre estaba seguro era la verdad.

Aquella era la muestra más obscena de radicalidad sonora que hubiese escuchado nunca, las notas salían de mí (que me había hecho uno con el piano) casi de manera erótica, era como la culminación de un estallido sonoro en un millón de luces de colores, estaba poseído por las sonoridades, las formas y las texturas, créanme, no podrían entender una explosión como esta a menos que la hubiesen vivido en carne propia, imagínense crear algo, donde antes no había nada, o mejor aún, crear algo nuevo donde todo se da por sentado, y más con aquella descarga ante la cual parecía ya no controlar mis propios movimientos, sólo dejándome llevar por el latido y esta nueva sensación que no sabría como llamar. Sólo dos palabras venían a mi mente, clímax y caos, no tan diferentes, no tan parecidas, sólo representativas de la erupción y desajuste de sonidos sin son ni ton en mi cabeza, era como pensar en ruidos, ruidos que hacían música, no digo que música real, o siquiera normal, sólo música.

En lo desatinado de mis divagaciones, que me asaltaban mientras tocaba, me di a pensar que esta sensación sería muy parecida a la que viviría un niño pequeño si le dijesen que la bella durmiente del cuento había caído en aquel estado de sopor por haber consumido demasiados calmantes ante la preocupación de la advertencia hecha por un hada malvada. Un estado de incredulidad y confusión tal que ahora hasta las cosas más insensatas parecían tener más sentido que cualquier religión.

De pronto todas las verdades se apagaron, fue entonces cuando comprendí que, por no saber lo que estaba haciendo, que por no entender las cosas que tocaba, no podría repetirlas jamás, nunca de la misma forma, el cielo (y sólo el cielo) habría sido testigo de la más increíble conexión de frases sonoras que jamás habrían sido hechas, y que dolorosamente jamás lo serían de nuevo. Es aquí donde la más incomparable tristeza se apoderó de mí, el lúgubre quejido de mi alma se hizo insoportable, había perdido todo apenas acabando de lograrlo, la vida me había jugado la peor pasada de todas, cargaría en mi espalda la rabia de haber logrado algo único e irrepetible, pero sin testigos, sin grabaciones, sin nada... me sentía destrozado, tanto como un genio cualquiera...

De Sombras y Otros ReflejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora