Culpa

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"Una vez conocí a alguien. No sé que tanto de realidad había en aquel sueño, pero sé que estuve allí."

La calle se veía de un color azulado, mientras que las grandes gotas dejaban un efecto de trasluz al caer frente a los postes de iluminación artificial. Había charcos por doquier, algunos eran casi llanos, poco hondos, mientras que otros podrían fácilmente tener varios centímetros de profundidad y hacer desaparecer media pierna en ellos.

Las casas de aquella zona estaban unidas de cada lado por estrechos callejones donde se apilaban la basura, los escombros y uno que otro animal doméstico se guarecía del aguacero que barría la ciudad.

La silueta gastada de un hombre, tan ajado como su ropa, trataba por todos los medios de mantener el equilibrio y despejar las sombras de la borrachera que le aquejaba. Avanzaba casi a tientas golpeando de cuando en cuando con los hombros las paredes de la calleja y quejándose de dolor con cada golpe, dando traspiés y resbalándose a cada rato. Poco después, se dio cuenta que estaba demasiado ebrio para continuar, decidió dejarse caer de nalgas en el mojado suelo, quedó así con las rodillas pegadas a la barbilla, abrazando sus piernas fuertemente para mantener algo de calor y sosteniendo en su mano derecha la botella con los dos dedos restantes de licor blanco.

Ligeras gotas de agua caían desde el desagüe del diminuto techo bajo el que aquel tipo se hallaba acurrucado, casi dormido, sollozando y con la respiración entrecortada. Se retorcía las manos entre sí como para darse calor, Intentar levantarse y sacarse de encima la embriaguez fue como tratar de levantar el mundo con la espalda, su propia alma pasaba una tonelada y sus recuerdos le mantenían la conciencia clavada a la acera.

Al observar las convulsiones de su cuerpo era sencillo darse cuenta que estaba llorando y que lo había estado haciendo durante un buen rato. La cabeza le daba vueltas y veía dos o tres luces donde sólo debería haber una. En un movimiento brusco empinó la botella en su boca y bebió un último gran trago que como fuego líquido le quemó la garganta. Se pasó la manga de la camisa por los ojos y volvió a recordar las imágenes que lo habían torturado toda la tarde, la noche y que ahora le perseguían en la madrugada...

* * *

Al comenzar el día, todo había sido bastante normal. Todo hasta su llegada a la casa de ella, la sonrisa de mentiras en el rostro y la frase que le hirió como la cruz en el pecho. El no podía creerlo, el único ser que se había atrevido a amar, estaba enamorada de alguien más, pensaba dejarle por otro, acabar con su vida en un par de minutos. No, el no podía permitir dejarse arrancar la felicidad, rogó, imploró, pidió, le recordó todos los momentos de risas y amor que habían pasado juntos, luego insultó, maldijo y blasfemó, el llanto corría por su cara como si fuese a dejar una zanja en las mejillas del muchacho, la tristeza y el vacío comenzaron rápidamente a convertirse en ira, en rabia del indefenso, en dolor del caído.

Él mismo no podía creer lo que hacia, su propia mano la había golpeado, le había hecho sangrar el labio y la había tirado contra el suelo, esto bastó para que ella olvidara sus palabras conciliatorias y comenzara a patearle con lo que le decía, le echó en cara todo lo que nunca se desea oír de la mujer amada, le culpó de todo y le insultó con palabras que mataban de sólo escucharlas.

La rabia se volvió más fuerte, la ira mayor y el dolor insoportable. Ya no se sentía mal por haberla golpeado, de hecho le parecía justo, y también le parecía justo hacerlo de nuevo; y lo hizo, y de nuevo, y una y otra vez, pero ante esto ella sólo repetía los insultos, matándolo más, acabando con él cómo si fuera una plaga que hay que aniquilar, allí llego la luz que le iluminó su estremecido pensamiento, si ella lo había matado, ella también merecía morir.

Por primera vez en su vida el frío acero del arma salió de su escondite detrás de su pantalón. Fue muy difícil disparar la primera vez, pero luego a cada momento era más fácil, y más, mientras el arma parecía no emitir sonido alguno, hasta que ella dejó de gritar, de llorar y de respirar.

Es sencillo engañar a la ley cuando se está loco. Cuando la histeria ataca, cualquier error es descartable a los ojos de la policía, mucho más cuando se tiene una herida en el hombro del mismo tipo de bala que las que llenaban el cuerpo de ella. Si la necesidad es la madre de la invención, la desesperación es la madre de las mentiras. Había sido tan sencillo que creyeran lo que dijo, el cuento de un par de ladrones. Y un estallido de locura de ella consiguió que la mataran de la forma más horrible y con el ensañamiento más inconcebible. Él, por supuesto había reaccionado y ahora tenía una dolorosa herida en la articulación del brazo.

Dispararse fue lo más difícil; esconder el arma lo más simple. Ni una pregunta, ni una prueba técnica para comprobar si había tenido un arma en sus manos, la libertad...

El sueño comenzó a ganarle la partida, el cansancio y el emborrachamiento, el llanto y el peso en la conciencia le hicieron insoportables los párpados, soñó azul, soñó risas y gritos, sirenas de policía y disparos, al final del sueño, imaginó agua, lagrimas bañadas de lluvia, sintió agua que le cortaba la respiración, sintió ahogarse, morir ahogado... y en el medio de su consternación, despertó.

Despertó con la cabeza en un charco, la cara sucia y con el cabello lleno de la tierra que el drenaje barre y deposita en los lodazales, se levantó y caminó unos pasos para luego caer de rodillas, abrió los brazos y levantando la mirada al cielo como el Cristo en la cruz, gritó:

- ¡La amé! ¡Juro por Dios que la amé!, Él lo sabe, ella lo sabía... ¡La amé!

* * *

El tiempo ha pasado, tan sólo lo suficiente como para reconocer al hombre que cada noche, en una gris celda de la penitenciaría local, movido por el insomnio que causa la conciencia, en sueños repite con voz queda: La amé, juro que la amé.

De Sombras y Otros ReflejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora