El traje nuevo del dictador

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"Un millón de Dioses creados a imagen y semejanza del hombre."

Luis Brito García. Me Río del Mundo.


Esta tarde comenzó a oler a humo, aquí siempre huele a humo, pero esta vez el olor era insoportable. Toda la calle hasta donde la vista alcanzaba parecía pintada de gris, blanco sucio y negro, como respetando el luto por las almas idas. Uno que otro trueno de metralla rompía los segundos de silencio, los gritos se confundían con los motores sordos de los tanques. Las madres rezaban encerradas en sus casas con sus hijos ocultos entre sus faldas, y una lágrima perenne apunto de salir.

Ya los hombres no se sentían hombres, las ojeras de los viejos llegaban hasta debajo de la nariz, ya no había ni valor para mentirles a los niños. Las razones ya no importaban, a la gente arrastrada y torturada no le importaban más las razones.

Dentro de palacio el ambiente estaba tenso también, pero se disfrutaban los frutos de la labor realizada. El Dictador se paseaba a sus anchas por los pasillos del enorme caserón, cada venia y cada adulación aumentaba su poder, cada mujer en su cama, presa del miedo y la angustia, aumentaba su virilidad; el uniforme militar jamás lució tan bien en él, la sangre de otros parecía aumentar su imponencia. Nunca llegó siquiera a desconfiar de nadie, se sentía omnipotente, la vista al jardín desde el balcón le recordó su alocución al pueblo aquella tarde, ¿debería presentarse con el uniforme o de civil?, mejor sería que se lo preguntara a su consejero.

Recostado cómodamente al espaldar de su silla, los profundos ojos del consejero se levantaron hacia los del Dictador, respondió tranquilamente a cada una de sus insípidas preguntas, acordaron el traje militar y luego le despidió sin asomo alguno de reverencia, no se puede ser reverente cuando se es el cerebro tras el rostro, el hombro tras el puño o el espíritu tras un alma débil y blanda.

Una sonrisa tonta se dibujó en los labios del hombre mientras pensaba, "el hombro detrás del puño", era una interesante definición para él, le agradaba, le agradaba mucho, era exactamente como se sentía, la fuerza que impulsaba a aquel idiota a hacer las cosas que de otro modo no hubiese ni soñado hacer.

Le conoció cuando era apenas un oficial menor del ejército, reconoció de inmediato la debilidad de aquel carácter, la nula confianza en sí mismo y la inexistente capacidad de decisión, era perfecto. Lo tomó bajo su protección, le sembró confianza, le hizo creer que su potencial era ilimitado, le lleno la cabeza con tanta basura que casi no podía creer que se la hubiese tragado, le hizo subir hasta la cumbre del poder castrense, pero debajo de él. No, mejor dicho, detrás de aquel mísero ser alimentado a base de mentiras, él halaba las cuerdas, no se hacía nada sin el pleno consentimiento de su persona.

Si alguien le hubiese preguntado por qué, él le habría respondido francamente que había sido por pura y simple egolatría, jamás podría soportar ser odiado como la gente odiaba al dictador, quería el poder sin culpas, la sumisión sin el pecado, la adoración sin la responsabilidad que acarreaba.

Ahora era dueño del alma del dueño del poder, eso lo convertía en más de lo que ningún dictador había logrado ser en la historia, que mayor placer, que saber que el hombre ante el cual todos se rinden, se rendía -aunque él mismo no lo supiera- ante un consejero.

Él lo había creado, y no había posibilidad alguna de falla, el espíritu frágil del dictador se encargaría de ello. Tenía más de lo que el simple mortal puede soñar. Simples mortales, pensó, uno sabe que ha desperdiciado la vida cuando debe admitir que se es un simple mortal.

Al atardecer, en el balcón de palacio que daba a la plaza principal de la ciudad, el séquito del Dictador tomaba posiciones a ambos lados de donde se pararía el gobernante para dar inicio al anuncio más importante de la jornada, la declaración de aquel país, como zona bajo el gobierno de un nuevo Orden Cívico Militar, que tomaba posesión del poder ante la falta de políticas razonables y el abandono del pueblo por parte de los organismos representativos tradicionales, declaración escrita, por supuesto, por la mano derecha y consejero del Máximo Líder Nacional.

La sonrisa aún permanecía tatuada en la cara del consejero mientras se ubicaba a la justa derecha del Mandatario, tomando asiento antes que los otros, quienes esperaban al Dictador para hacerle honores y presentarles sus respetos.

Con la llegada del gobernante, una breve algarabía tuvo lugar, este, más confiado y seguro que nunca, se presentó ante el podio con las páginas que contenían el discurso triunfal, se aclaró la garganta, y luego... la confusión...

A la voz de "¡Viva la Libertad!" un disparo sonó, y la figura en lo alto del balcón cayó hacia un lado, con un río de sangre brotando de su cara destrozada por el certero balazo y manchando a todos los que estaban presentes. A la masa sanguinolenta que antes había sido el rostro del Dictador, no podía encontrársele forma, todos huyeron despavoridos, el consejero corrió hacia dentro de palacio, directo hacia su enorme oficina, se detuvo para recuperar el aliento perdido, la furia inundaba su cara, se colocó detrás del escritorio y golpeando con el puño cerrado la fina madera exclamó:

- ¡Maldición, estoy desnudo!

De Sombras y Otros ReflejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora