La vida es ligeramente más confusa de lo que nos empeñamos en creer. Que no crear. En eso atisbo que poca gente discrepa. A menudo me pregunto por qué a uno le tira más el 'vulgarmente' llamado amor -sexo, obsesión, capricho, fantasía, ilusión, convenio, negocio, tapadera- que la propia familia. Muchas se rompieron por las peticiones de un tercer desconocido recién unido al grupo. A veces también dilucido que tiene más que ver con haber detectado que ese intruso ya ha jodido demasiadas cosas que el hecho en sí de poder darse cuenta de que nunca nos convino.
Pero no he venido a dar lecciones. Más bien a contar mi historia.
Aunque ambas cosas importen lo mismo.
Aquel martes había tenido un día duro en el trabajo. En contra de lo que pueda parecer, son mis mejores días. Soy uno de esos hijos de puta que te comen la cabeza para que apuestes en bolsa. Te dejes tu dinero. Se me podría llamar asesor. De hecho, es cómo se me conoce. Pero no siempre lo soy, porque en el asesoramiento también debería de ir intrínseca buena voluntad. Y yo muchas veces te digo lo que tienes que hacer, aunque eso no sea lo que más te interese. Aunque eso pueda acabar con tu economía. Y no nos engañemos, si eres un tío con mucha pasta y la pierdes de un día para el otro, lo pierdes todo. Y con todo me refiero a que la relación con tu familia va a irse a pique. Ya no eres el cabronazo que lo ha logrado todo, el que ha superado todos los baches, el que siempre ha terminado llegando con una botella de Dom Pérignon a casa. Porque la casa a la que has de volver se convierte en un interrogatorio con cuestiones que se te escapan. Porque solo habiéndola cagado en gorda te encontrarías en una situación así. Y después están tus hijos, a los que trasladarás tu frustración. El resto de la familia solo añadirá que 'es lo que ya esperaban' y que, 'por supuesto, siempre lo vieron venir'. El resto solo son piezas de dominó que irán arrasando a su paso.
Así es cómo se pierde todo por el simple hecho de perder la pasta.
Ese no es mi caso. Por suerte, que dirán algunos. Yo no me quejo, claro que no. Pero también reconozco que si estuviera sin blanca no me encontraría en esta situación.
Ese martes, como iba diciendo, fue intenso. Algunos tuvieron que perder para que yo incrementara la saca. Perdonad que use este lenguaje, pero es el tipo de persona que soy, por mucho que trate de ocultarlo a través de trajes carísimos.
—Eso es. Un poco más.
Los ánimos me ayudaban, después de todo. Aproveché para llegar un poco más adentro. Estábamos los dos en la cama. Nuestra cama de matrimonio. El misionero siempre fue mi segunda mejor postura para calmar los nervios. También era de innovar, pero ya os he comentado el día que llevaba hoy.
—Ya falta poco. Ya casi estás.
Acto seguido, Anya limpió el sudor que me recorría por la frente y que iba a caer en su cara. Me apretó un poco más contra ella. Cualquiera diría que le encantaba este momento del día. Pero ni siquiera hizo un leve amago de ofrecerse la posibilidad de acercarse al orgasmo. Ella era una mujer tranquila, valiente, serena.
—Vamos, mi amor—me susurró.
Eso fue determinante para que cumpliera con mis expectativas propuestas en esa cama para ese martes noche.
Finalmente, llegué. Ella cedió ante la inercia y se dejó caer rendida en la cama. Justo después, sin mirarnos, me despegué de su vientre. La dejé sola en un gesto tosco. Y me retiré al baño. Allí me lavé la cara, como si acabara de anotar tantos en un ring. Por el hueco de la puerta pude ver cómo Anya se había tapado un poco con las sábanas, mientras miraba alguna red social. Ese era el resultado de nuestros encuentros íntimos: desencuentros repetitivos hasta la saciedad. Habíamos llegado a ese punto en el que ya no tienes presente mirar a los ojos de la persona ante la que te encuentras, aunque yazcas introduciéndole lo más profundo de ti. Porque ya no éramos los mismos que fuimos la última vez que nos contemplamos.
No mucho más tarde, volví a la cama. Con sueños, como todas las noches. Porque se podría decir que lo tenía todo. Incluso a la mujer de mi vida, de la que nunca dejé de estar enamorado, comprometido, anestesiado. Pero la rutina se volvió tan atroz a causa —paradójicamente— del patrimonio, de lo que logramos juntos, que era demasiado complicado no anhelar que todo siguiera siendo de la misma forma, pero teniendo la parte de ella que se había volatilizado hasta límites insospechables.
—Te quiero.
Entendía que era un error cerrar los ojos a su lado y no abrirme en canal. El mero hecho de que pudiera olvidar que seguía pudiendo manejarme a su antojo me mataba de terror. Por más que yo fuera consciente de la imprudencia que aquello significaba.
Entonces se dejó besar en la boca. Esperó hasta que me di la vuelta y ella hizo lo propio. Había dejado el teléfono unos segundos antes. Sabía que no me gustaba que ninguna luz aguantara mientras me dormía.
Esa noche soñé con ella. Otra vez.
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'Todo lo que me(n)digas'
RomanceTiago se enamoró de Anya casi en el primer momento en que se tomó un segundo para mirarla a los ojos. Juntos lo construyeron todo. Sin embargo, el tiempo y el dinero los alejó, pese a seguir durmiendo en la misma cama. Algo les sucedió. Algo que nin...