4. El día que lo cambió casi todo.

1 0 0
                                    


Lo cierto es que la mañana fue totalmente desperdiciada. Pero apenas comí, las reuniones se vinieron una a una. Sin parar. Me desplacé a todos los lugares en los que se me iba necesitando. Ese día me noté con fuerzas para concluir todas las gestiones que se habían quedado en el tintero durante las últimas semanas. Por eso, a las ocho ya se había terminado mi jornada laboral. Al contrario de la de Loren. Lo llamé y me avisó de que ese día iba a acabar más tarde, pero que había quedado con sus suegros. Así que igual daba.

Yo no me sentía con la entereza de volver a casa, de enfrentarme de nuevo a un asunto para el que cada vez me notaba más debilitado. Así que en lugar de dirigirme hacia el coche, fui a parar a un pub diferente. Tenía claro que Loren se negaría a nuevas experiencias, por lo que tenía que aprovechar cuando él no estuviera para decir que no.

Cuando entré al local, la impresión no fue la mejor. Por supuesto, yo era el único entrajeado a la vista. No pasaba nada. Estaba acostumbrado a ello. Y allí se me pasaron un par de horas. Mirando a no sé qué. Pero impidiéndome sopesar nada, para lo que recurría al alcohol.

—Entre que he entrado con mis amigas, nos hemos colocado en una mesa, hemos dejado las cosas y he venido a la barra has tomado tres chupitos de esos.

Ni siquiera sabía de dónde venía la voz. Tuve que girarme para poder apreciar al cuerpo al que pertenecía. Una chica rubia. Ojalá hubiera estado Loren presente para corroborarlo.

—Intuyo que son demasiados chupitos en poco tiempo. Estoy seguro de que eso es lo que quieres decir—dije, dubitativo.

La chica soltó una carcajada.

—Imagino que estás casado, porque no es normal que estando soltero ligues tan mal.

—Ah, que estamos ligando.

—Pudiera ser.

—No sé si estoy en las mejores condiciones para...

—No lo estás. Por eso estoy yo aquí. Así, tan vulnerable, cualquier chica podría venir y abusar de tu confianza.

Absurdo, lo sé. Pero me recordó a Anya. El día que nos conocimos tuve que mirar las noticias, por si acaso había pasado uno de esos cometas a los que aludía Mark Twain. Porque me pareció una casualidad demasiado perfecta.

Pero Julia no era Anya. Y lo supe muy pronto, sobre todo por la forma en la que me hablaba. Con esa delicadeza. Ni siquiera entendía porqué una chica como ella me hablaba de esa manera, sin haber recibido el mismo afecto a cambio.

—Tus amigas se van a quejar.

Después de que ella hubiera venido a comandar sus bebidas, se quedó allí para conversar conmigo. Cuando llevábamos cuarenta minutos, que habían pasado en un soplido, quise hacerle ver que estaba al tanto de su situación.

—Son mis amigas. Saben de qué tienen que preocuparse.

Miré hacia abajo, en contra misma de mi propia voluntad.

—Julia... no quiero engañarte, ¿vale?

—Estás casado.

—Me quité el anillo porque mi amigo Loren, del que te he hablado antes, no me deja llevarlo cuando salgo de fiesta. Dice que puede llegar a ser intimidante.

—Me encanta tu amigo Loren. Tienes que presentármelo.

—Él estará encantadísimo de conocerte.

Me regaló una sonrisa de unos segundos.

—No pareces la clase de tío que está casado.

—¿Ah, no?

—No. Pareces la clase de tío que se enamora a fuego. Y que, de estar casado, no estaría en un sitio como este.

—Me gusta mucho como piensas, Julia.

—A mí me gusta lo que he visto de ti, Tiago. Estaría feo que me privaras de eso, ¿no?

Por supuesto, no supe qué responder. Nos mantuvimos la mirada durante treinta segundos maravillosos. Después, con suma sutileza, me entrelazó los dedos y me llevó a la parte de atrás. Se dio cuenta de que los servicios se encontraban por allí y se metió en uno, conmigo a su lado. Continuó mirándome. Pero cuando fue a besarme, me despegué ligeramente de ella. No tardé en llevarme las manos a la cabeza. Suspiré como si se me escapara la vida.

—Lo siento.

Ella tomó mi mano y la guardó entre las suyas, cerca de su pecho.

—Me ha encantado estar contigo, Tiago. Ojalá volver a encontrarnos.

Besó con suavidad mis manos y se marchó del servicio. Cuando salí, a los quince minutos, ella ya no estaba. Tampoco sus amigas. Me sentí como un estúpido. Fiel, eso sí. Leal, por supuesto. Pero un miserable.

Al llegar a casa, Anya estaba hecha un ovillo sobre sí misma. Aquella noche no me apeteció vislumbrarla cual obra italiana. Aquella noche, no. Me cambié tan rápido como pude y me metí en la cama. No dudé un segundo sobre si abrazarla. Ella tampoco. En cuanto me notó, se giró para darme la espalda. Para evitarme. Sin embargo, ese día no me importó.

Solo podía reparar en que la vida aquel día me había presentado una nueva oportunidad. Y cómo, para darme cuenta, había tenido que perderla.

'Todo lo que me(n)digas'Donde viven las historias. Descúbrelo ahora