2. Recursos y obsesión.

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Cuando abrí los ojos, ella ya estaba en la cocina. Ya tenía preparadas las tortitas que aborreció al poco de casarnos. Pero insistía en seguir preparándomelas los miércoles, a pesar de que yo no estuviera de acuerdo. De hecho, una de las últimas veces, echó a gritos a la última persona a la que amplié para que dispusiera el desayuno.

Anya era complicada. Aquella persona que veía todas las mañanas convenía mucho más misterio que las oscilaciones de los parámetros con los que operaba cada día en el trabajo. A menudo, cuando no se percataba de ello, la observaba, rogándole a alguna fuerza mayor que me la trajera de vuelta.

—¿Cómo se presenta el día, amor?—me preguntó con esa voz que me provocaba de todo menos entereza.

—¿Qué?—me sacó de mi embelesamiento.

—¿Algún plan después del trabajo?

Se acercó a mí y se restregó contra mi pierna. Entonces, prestó su boca para que pudiera saborearla. Pero, pese a tener el control, bregaba por zafarme de esas situaciones que tanto me desbordaban.

—Con Loren. Después del trabajo—la empujé ligeramente para poder llegar con el brazo a la mantequilla. Ella entendió la señal y reculó—. Iremos a tomar un par de copas, como siempre.

—Como los miércoles. Te esperaré en casa, despierta.

—Lo sé.

Mi dureza nos dolía a los dos a partes iguales. No iba a engañar a nadie. Los dos conocíamos cuál era mi verdadero yo. Ojalá poder decir lo mismo de ella.

—¿Has dormido bien? Te veo raro.

—Hoy tengo que tener la cabeza en mi sitio. Dependen de mí varias transacciones.

—Me imagino. Me pregunto qué haría aquella gente sin ti.

Ninguna frase era lanzada al azar. Realmente estaba segura de aquella aseveración. Me tenía en muy alta estima, después de todo.

—Tengo que irme. Luego hablamos, si tienes ganas.

Ella esperó a que volviera a mostrarle cariño. En ciertas ocasiones, no la besaba al marcharme. Era mi llamada a la desesperada para que entendiera que no podía jugar conmigo. En una partida que había terminado hace mucho tiempo. Y, claro, ella tenía todas las medallas en su vitrina.

—Te quiero—me despedí.

El día no fue diferente a cualquier miércoles. Después de los martes, este día no solía marcar la diferencia, salvo algunas excepciones muy concretas. Por eso, salimos antes.

—Mira aquella—me advirtió Loren.

Ya nos encontrábamos en el pub de siempre. Allí nos emborrachamos todos los miércoles, además de otros días que surgieran de más, y hablábamos de cómo nos trataba la vida.

—¿Rubia? ¿Cuándo me has visto tú a mí con una rubia?

—A la del mes pasado bien que la mirabas...

—Qué pesado con la del mes pasado.

—Coño, fue la última que mínimamente miraste—expresó con cierto resquemor. Yo ya sabía de sobra a qué se estaba refiriendo.

—A la próxima que entre, sea cómo sea, la miro de arriba abajo—prometí.

—No me falles—bromeó. Y brindamos—. Y Anya qué.

—Sin más.

—¿Sigue la cosa igual?

—¿Igual que los últimos tres años? Exactamente.

—Me toca los cojones la situación, tío—aseguró.

Dejó caer el vaso con fuerza en la barra. Sin lugar a dudas, la situación le ocasionaba un malestar interno. ¿No es acaso el cometido de los amigos, sentir la más absoluta empatía por un colega que lo está pasando mal? Por supuesto. Pero el problema para él era otro mucho mayor: yo no hacía nada. A sus ojos, disponía de una balsa a mi lado a la que no quería subirme mientras el agua me llegaba al cuello.

—Bueno, no pienses en ello—intenté desviar.

—Sí que pienso, Tiago. Porque no es justo.

—Ya lo hemos hablado, tío—insistí—. Y no tengo ganas de que se me joda esta noche.

—Entonces, ¿por qué no cambias algo?

—Loren...—traté de calmarlo en balde.

—La han vuelto a ver con ese tío.

Aguardó unos segundos a mi reacción, pero yo no realicé el mínimo movimiento.

—Solo tengo que pensar en cómo manejar esta situación, ya lo sabes.

—Es que no viene de unos días, Tiago. Ni de unos meses. No me cabe en la puta cabeza cómo puedes seguir haciendo el pelele de esta manera. Es tu mujer. Entiendo que a ella pueda compensarle estar así por tu dinero, pero a ti...

—Bueno, ya está. No quiero hablar más de eso. Sabes perfectamente lo que siento.

—Ya. Y que piensas que ella te sigue queriendo a ti. Todo eso lo sé. Lo que no me entra es que no te des cuenta de que no, de que solo está en tu cabeza, que esa tía...

—¡No hables así de ella! —alcé la voz. Pronto me relajé— Por favor.

—Es que no sabes lo que me duele...

—Lo sé. Porque a mí también.

Loren se tomó un rato para mirarme a los ojos. Por supuesto, yo no pude mantenerme estable y opté por no devolverle la atención. Solo podía marear el líquido que casi no quedaba en mi vaso.

—Voy a pedir otra copa. Porque te juro que me va a dar algo.

Se puso en posición erguida para hablar con el camarero. De hecho, lo consiguió a los pocos segundos. Llenó de nuevo la suya y la mía.

—A ver si entra ya una que te llame. Porque sino voy a tener que elegirla yo, ¿eh?

—Es curioso, tío. Nunca nos hubiéramos mirado. Nunca nos hubiéramos conocido. Nunca nos hubiéramos besado. Pero lo hicimos—balbuceé, sin dejar de apreciar los hielos.

—No, lo curioso es que allí fuera seas un puto león y dentro de esa cabecita solo haya pájaritos cuando te pones a pensar en ella. Es que te lo juro que he intentado entenderlo de todas las maneras. Aunque hubiérais sido los puto Alcántara. Esa una fase que ya pasó. Tienes que darte cuenta y tienes que moverte, joder. Esperemos que se acabe antes tu absurda obsesión por ella que tus recursos.

Y, llegados a esas horas intempestivas de la noche, apareció aquella chica por la puerta. Solo que nosotros nos encontrábamos absortos hablando del pasado. Sin saberlo.

'Todo lo que me(n)digas'Donde viven las historias. Descúbrelo ahora