Parte 3

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Yo amaba a Ari, nadie tiene derecho a decir lo contrario, los que lo han dicho son unos mentirosos, ellos no hablan, escupen.

Y ella también me amaba, estábamos todo el día juntos. No nos separábamos desde la mañana hasta en la noche y aveces, yo cruzaba–en medio de la madrugada–el largo pasillo oscuro como un túnel subterráneo que dividía nuestras habitaciones para llegar a ella.

Si le cortas un ala a un ave ya no podrá volar, así nosotros. Estábamos todo el tiempo juntos solo ella y yo en el mundo. Y la gran Casa Blanca, cubierta con florecitas trepadoras de color azul.

No habían otros niños, ni vecinitos, ni escuela. Recibíamos educación en casa dos horas en la mañana y dos en la tarde pero lo mejor del día sucedía después de clases,  corríamos libres hasta el bosque de tras de nuestra gran Casa, a mí me parecía lejos, muy lejos, aunque me habría gustado que fuese más lejos todavía, al fin del mundo.

Caminábamos cogidos de la mano y la suya era tan pequeña, tan menuda dentro de la mía, y eso que sólo tenía un año menos que yo, tan tibia y estaba tan viva, que a veces no podía evitar apretarla con mucha fuerza, con todas mis fuerzas; mi Ari se quejaba, pero también sonreía, no me hacía reproches, entendía por qué lo hacía. Sus ojos miel me indicaban que lo entendía. Ahí es donde digo que te pareces a ella...es increíble lo que a veces llegas a parecerte a ella.

Nos deteníamos al llegar al estanque. Papá nos lo tenía prohibido. Decía que era peligroso. Decía que podíamos tropezar o resbalar y caer al agua y que después sería demasiado tarde. Ni Ari ni yo habíamos aprendido a nadar. Pero no era para hacer enfadar a papá; no íbamos al estanque por eso, íbamos porque ahí estaba nuestro escondite.

Bordeábamos la orilla un poco más y entonces llegábamos a nuestra escondite.

Había dos árboles caídos uno contra el otro, como si quisieran abrazarse. No sé qué tipo de árboles eran, tan gigantescos que podías sentarte debajo, cuando subíamos a la última rama podíamos tocar el cielo.

Poco a poco fuimos arreglando nuestro escondite entre esos dos enormes árboles y quedó muy bien. Lo hicimos Ari y yo; le dedicamos mucho tiempo. Lleve mis tesoros, mi cofre de madera que mi padre me había obsequiado, lleno de mis piedras preciosas y ella llevó los suyos: su colección de llaves antiguas.

También guardaba en mi cofre muy celosamente un rizo de cabello de mi Ari, se lo había cortado expresamente para mi, porque yo amaba ver su cabello rojizo que rebota a su alrededor cuando corría, amaba verla correr porque era el momento en que más feliz era.

Habríamos podido vivir ahí dentro. Habríamos podido no regresar a la otra casa y quedarnos en ésta, en nuestra casa. Nosotros dos y nadie más. Ése era mi mayor deseo. Muchas veces, cuando se hacía de noche, yo le decía a mi Ari: "Quédate. Quédate conmigo. Viviremos aquí. Podremos hacer todo lo que queramos. No nos encontrarán nunca". Pero ella no se atrevía.

Jugábamos a perdernos. Yo pasaba un suplicio cuando Ari se perdía y tenía que encontrarla. No podía gritar su nombre por miedo a que nos localizasen. La llamaba muy bajito rastreando entre el follaje, entre los arbustos, la cara y las manos se me llenaban de arañazos y cuanto más duraba más fuerte me golpeaba el corazón dentro del pecho y me escocían los ojos, aguantando las lágrimas, repetía su nombre sin parar, le suplicaba que por favor... y siempre, en el último momento, cuando ya estaba a punto de ponerme a gritar, mi Ari surgía de golpe y se abalanzaba sobre mí riendo. Y yo me ponía tan contento al verla, que también me echaba a reír. Me echaba a reír y a llorar a la vez. Yo ese juego lo odiaba, pero a mi Ari le gustaba mucho, así que a mí también me gustaba.

Fue así, jugando a perderse, como
descubrimos al diablo la primera vez.

***

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