17 | Dejarse llevar

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DEJARSE LLEVAR

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—¡Ya está llena! ¡Iré por otra bolsa! —Me mordí el interior de la mejilla con impaciencia cuando escuché los gritos de Asenjo.

El sol de la tarde estaba perfecto para leer, así que me acomodé en una de las mecedoras del patio de mi casa; pero llevaba los últimos diez minutos con la vista clavada en la misma página, pues la escena que se desarrollaba frente a mis ojos parecía serle más atractiva a mi cerebro que todo lo que tenía para decirme Don Julio Cortázar.

Escuché una suave risa que me hizo despegar los ojos del libro.

Mis abuelos acostumbraban tener palos de varias frutas en toda la extensión trasera de la casa, el palo de guayaba que se erguía intimidante entre los palos de limón y mango tenía casi mi edad. Desde que tengo memoria solía sentarme bajo el a leer, o de pequeña, solía desenterrar toda clase de insectos cerca de las raíces.

De hecho, era justo ese árbol en el que Julián se encontraba subido. El chico rebuscaba frutas maduras que se hallaban ocultas entre las hojas.

Asenjo por su parte, recibía desde el suelo las guayabas que Julián le iba tirando. Sí, básicamente me estaban robando.

El par de imbéciles se reía a carcajada limpia porque a la boba que recibía las guayabas le cayó una en la cabeza.

La repasé con la mirada sin quererlo. Tenía un vestido corto y de una tela muy ligera que le besaba los muslos blanquecinos. A diferencia del día en que nos conocimos, tenía un maquillaje suave. Y su cabello le caía en ondas sobre la espalda, lo tenía muy bonito.

Resoplé con molestia por la dirección que tomaron mis pensamientos.

En un principio me irritaba lo linda que era porque me intimidaba, tenía un aire arrogante que nada tenía que ver con su verdadera personalidad inquieta y extrovertida. Era como un golden retriever que soltaba comentarios filosos y que sabía cómo molestarme.

Era una tonta, y me irritaba con el alma que me encantara.

No pude evitar que un suspiro de apreciación se me escapara cuando el viento le alborotó el pelo y se acomodó un mechón de cabello tras la oreja que lucía un arete de perla blanca.

Dios, ¿por qué tenía que ser tan bonita?

—Vas a gastarla si sigues mirándola así. —Escuché a mi lado.

Adriana traía dos vasos y me ofreció uno luego de tomar asiento a mi lado.

—No sé de qué hablas.

Pero al mirarnos, ambas supimos que no era cierto.

—Podrás engañar a mi hermano, podrás engañar a David y a Juan Manuel, pero a mí no, Irene Walters —proclamó sin espacio a contraargumentaciones—. Conforme pasaron los días te fuiste haciendo cada vez menos discreta.

Cerré el libro y la miré resignada.

—Adri —susurré.

—¿Sí?

—Estoy muy contrariada —solté al fin, poco me importó si se notaba la desesperación en mi voz.

—¿Sería muy pretencioso si te digo que ya lo sabía? Es que bueno, mi título de mejor amiga no está de adorno.

Flores en el tocador ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora