35 | Encuéntrame

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ENCUÉNTRAME

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Acuné el rostro de Irene entre mis manos. Tenía las mejillas humedecidas y sorbía por la nariz. Soltó un suspiro suave, triste, y a mí se me encogió el corazón al verla en ese estado.

La limpié con los pulgares y le dejé un beso en la frente. Tenía la piel cálida, y al respirar, podía sentir el aroma de mi shampoo. Sabía, desde luego, que ese era el momento menos indicado para ahogarme en la sensación de hallar rastros de mí en ella; la misma que ahora mismo se multiplicaba cuando reparé en que se puso una camiseta mía y se veía adorable en ella. Así que disfruté de la sensación pero de inmediato me concentré en saber si podía servirle de consuelo.

La tomé de la barbilla para hacerla mirarme.

―¿De verdad estás mejor? ―reiteré la pregunta con suavidad.

Ella tomó una respiración de nuevo y luego exhaló con lentitud. Era como si se tratara de algún tipo de ejercicio al que se aferraba cuando se perdía a sí misma. Me pregunté entonces si realizaba ese mismo ejercicio a menudo, y si sentía que se extraviaba en su mente con esa misma frecuencia.

―Creo que sí ―respondió con la voz lánguida.

Se recostó en mi hombro y yo la estreché entre mis brazos con firmeza de nuevo.

―Vamos a la cama entonces ―ofrecí, con la mejilla apoyada en su cabeza.

Le tendí una mano para que la tomara y nos dirigí a la cama. Estaba algo deshecha: una de las esquinas superiores estaba destendida, las sábanas lucían algunas arrugas, pero a ambas nos dio igual. Irene se sentó sobre el colchón, se abrazó las piernas desnudas y hundió los pies desnudos en las sábanas desordenadas.

Tomé asiento a su lado con cautela. Esperaba que dejara sus reservas a un lado y que se sintiera con la comodidad y la confianza para que me compartiera aquello que le afectaba. Porque eso era lo único que podía hacer: esperarla, ser paciente. Ahora que la conocía mejor, era consciente de que, de presionarla o exigirle algo, jámas me permitiría entrar en sus aguas turbulentas.

―Perdón por, ya sabes, haberme puesto a llorar ―dijo por fin luego de unos instantes―. Soy un desastre.

―Todos somos un desastre a nuestra manera ―le dije―. ¿Puedo preguntar qué fue lo que lo provocó?

Ella se giró a mirarme con algo de pena. Tenía la punta de la nariz enrojecida.

―Voy a sonar muy cursi y empalagosa...

―¿Tienes miedo de perder esa imagen de chica ruda y salvaje?

Logré hacerla sonreír con mi comentario.

―Algo así. ―Se miró las manos.

Aguardé de nuevo.

―Tu manera de tratarme provocó que me dieran ganas de llorar y bueno..., aunque pude mantener la compostura por un rato, al final no pude contenerme ―reveló sin dirigirme siquiera una mirada―. Es muy tonto, lo sé. Ando un poco más sensible de lo normal.

Negó con la cabeza como si se regañara a sí misma. Casi podía oírla mascullar un "madura" en su mente para sí misma. Aquel "madura" que solían usar los niños que fueron obligados a crecer de manera prematura usaban con ellos mismos. Sus palabras me inquietaron y me confundieron a partes iguales. ¿Mi manera de tratarla? Tan sólo hice lo que el estándar mínimo dictaba que debía hacer una pareja, en este caso, sexual. Aunque aplicaba para cualquier tipo. Los besos, las caricias, los abrazos, encontrarte a ti misma dichosa a través de la satisfacción de tu compañera...  ¿Acaso esas no eran las minucias mínimas que una pareja del tipo que fuera podía y debería hacer?

Flores en el tocador ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora