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EN DEFENSA DE LAS REVOLUCIONARIAS REVOLTOSAS
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Estar en casa de los Walters era una experiencia nueva cada vez que iba.
Hoy conocí por fin al perro viejito que se encargaba aún de cuidar la propiedad. Se llamaba Argos, como el fiel compañero de Odiseo. Aunque más que cuidar, deambulaba entre el corredor y el patio a pasos cansados y somnolientos en busca de caricias o un lugar donde echarse a tomar el sol.
Tenía una buena vida, no podía quejarse.
La tarjeta de débito nueva me llegó por fin hoy en la mañana, así que aproveché para saldar todas mis deudas: empezando por la estadía en el hotel. El problema fue que cuando llegué a la recepción, Garbanzo me dijo que yo no tenía ninguna deuda. Alguien le había dicho que no me cobrara. Pero confesó bajo tortura que doña Flor había dado esa orden. Por ello prácticamente lo obligué a que me cobrara aunque fuera la mitad del monto total.
Después de ahí fijé rumbo al pequeño banco del centro para sacar dinero, cuando le ofrecí el billete que le debía a Julián, no quiso recibirlo tampoco. Pero bajo tortura accedió también.
Ahora solo faltaba saldar mi deuda con Irene.
Que bien podía ser sin dinero, si me permiten agregar.
Así que todo eso último nos lleva a la casa de los Walters. Luego de haberlos dejado sin guayabas y de conversar un poco sentados en el suelo, los mellizos, de manera repentinamente sospechosa, farfullaron que debían ayudar a su papá con algo antes de una rauda despedida. Se me vinieron a la mente las miradas cargadas de significado que se daban mientras Walters y yo hablábamos, encajaban en el escalofriante mito de la comunicación telepática entre mellizos o gemelos.
Cuando nos quedamos solas ya se había entrado la tarde. Doña Flor nos llamó para que entráramos a la casa. Estaba por anunciar que me iba cuando la señora me invitó a tomar café con ellos, y alentó a Irene a que me llevara a su habitación a "pasar el rato". Era demasiado bueno para ser verdad.
La amo, doña Flor.
Así que Irene, que en ese momento se veía demasiado bonita sonrojada para su propio bien y el mío, me guio a su cuarto.
Era una habitación que emanaba la sobriedad caótica y académica de la gente cuyo oficio era un híbrido entre el trabajo de campo y la teoría científica. Tenía una tabla periódica grande pegada en la pared, junto a una pequeña pizarra llena de chinches que sostenían fotos y recortes e incluso apuntes. Y sobre el escritorio que se situaba frente a la gran ventana que daba al patio, tenía piedras, entre las cuáles estaba la pirita que le regalé. Por mi sonrisa, se dio cuenta de que me percaté y desvió la mirada.
Había montañas de libros apilados hacia arriba en el suelo, justo al lado del escritorio.
La cama doble estaba empotrada en el centro y pulcramente tendida, una ventana grande que daba al patio se situaba al costado izquierdo de la cama. Había un tocador con un gran espejo frente al pie de la cama, junto al armario.
—¿Puedo sentarme? —le pregunté a Irene con una sonrisa mientras señalaba la cama.
Ella me dio una mirada rápida y asintió. Tomé asiento en el mullido colchón y observé con más detenimiento alrededor.
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Flores en el tocador ©
RomanceAquella fatídica vez en un húmedo pueblo de la costa caribeña, Luciana pasó un día terrible. Llovía mucho, la asaltaron, la amenazaron con un arma... Pero tranquilidad, que las cosas se ponen peor: se verá obligada a convivir con la mujer más insufr...